Cosas de ángeles
Por Felipe Grisolía
Una senda desdibujada por la maleza, unas risas juveniles, unos pies descalzos en contacto con la tierra de Tombali en Guinea-Bissau, arrullaron a Braima. En plena naturaleza afianzó el poderío de sus piernas. Gracias a ellas le hicieron la propuesta de entrenar en Portugal.
«Hop, hop, hop, hop… El grupo de atletas avanza a gran velocidad. El calor de La Corniche en la bahía de Doha reseca la garganta de los corredores. Es medianoche. Uno de los atletas al que apodan el Luso, con la misma regularidad con que golpea el asfalto, activa en su mente viejas imágenes de su poblado.»
Braima dejó su aldea a los diecinueve años. Fue una decisión difícil, pero le prometieron impulsar su carrera y sus estudios. Debía tener un poderoso ángel de la guarda porque todo se hizo realidad: la ONG «Na rota dos Povos» sufragó sus gastos; Oporto le brindó hospitalidad y el acceso al instituto de Formación Profesional y de sus entrenamientos se preocupó la Federación Portuguesa de Atletismo.
«Hop, hop, hop, hop… A ambos lados de la calzada, en gradas semi desiertas, pequeños grupos de aficionados extranjeros —en su mayoría obreros— alientan a sus compatriotas en idiomas remotos.»
Durante ocho larguísimos años en los que la familia quedó postergada, Braima trabajó intensamente. El poder de su ángel volvió a manifestarse cuando la IAAF, ansiosa por dar una máxima dimensión a los mundiales de Qatar lo invitó a participar en la competición de los 5000 metros llanos.
«Hop, hop, hop, hop… Inmerso en el pelotón, rodeado por sudorosos atletas anónimos, el joven bisauguineano anhela perpetuar su nombre entre los grandes del atletismo.»
Los días posteriores a la gran noticia se sucedieron con rapidez, se multiplicaron los entrenamientos y las idas y venidas a la pista y su vida dejó de ser privada. Múltiples compromisos se le echaron encima. Aun así, Braima consiguió acabar los estudios.
«Hop, hop, hop, hop… Nadie destaca todavía en la carrera. El Luso sabe por experiencia propia que pronto comenzarán las escapadas. Intenta situarse a la cabeza de los corredores, aunque no lo consigue.»
Braima había llegado al aeropuerto Internacional de Hamad con la convicción de que estaba predestinado a triunfar. Jamás había viajado tan lejos de Portugal y aquella oportunidad solo podía significar la antesala de su gloria. El número de asistentes, aunque superior a sus cálculos (casi dos mil atletas de doscientas diez federaciones) no consiguió amedrentarle.
«Hop, hop, hop, hop… La luna riela sobre las aguas tranquilas del golfo Pérsico bajo un cielo negro como el azabache. El ritmo de la carrera se intensifica, el pelotón se disgrega.»
El corredor y su entrenador fueron alojados en un hotel modesto cerca del estadio Khalifa donde algunos atletas conocidos eran asediados por los periodistas. Ellos estuvieron entre los ignorados por la prensa, pero esto no llegó a afectarle: después de los mundiales las cosas iban a cambiar: Braima se sentía un atleta pequeño con un espíritu inmenso.
«Hop, hop, hop, hop… Los minutos vuelan. Algunos corredores van quedando rezagados mientras otros se distancian con zancadas que parecen imposibles. El Luso se preocupa por dosificar sus fuerzas.»
La carrera se había programado para una hora en que las temperaturas del desierto caen en picado, pero esto tampoco parecía preocuparle: Braima había crecido bajo un sol igual de cruel y contundente que el de aquel país.
«Hop, hop, hop, hop… La brisa del mar acaricia el rostro de los atletas. El luso, aunque no vaya en cabeza, pretende superar su propia marca: el grueso del pelotón es un rumor a sus espaldas. Por delante tiene algunos contrincantes; su cerebro ordena, sus músculos obedecen.»
Braima siempre había sostenido que no era lo mismo correr en Tombali o en Lisboa que bajo la presión internacional donde se jugaba el prestigio de un país. Para triunfar había que estar mentalmente preparado. Él lo estaba.
«Hop, hop, hop, hop… Ya se distingue la meta. Los atletas más veloces han acabado la carrera. El hombre que le precede sigue corriendo y él necesita superarle. Está ansioso por llegar al sitio donde los compañeros recuperan el aliento y la gente les palmea en los hombros.»
Durante las jornadas previas a la carrera Braima había recorrido las instalaciones del estadio amparándose en el anonimato. Su entrenador, tan optimista como él, compartía sus esperanzas de estar entre los famosos.
«Hop, hop. Algo se altera de pronto. La noche del desierto se deshace en imágenes apremiantes, y el paisaje cambia, y las flores de los canteros dejan de acudir al encuentro del Luso y los corredores rezagados desfilan por su costado como centellas.»
Nadie supo explicar, exactamente, cómo sucedió. Braima vio desmoronarse al hombre que le precedía mientras le superaba y su mente, cuyo único objetivo como atleta era completar el desafío, reaccionó en consecuencia. Nadie merecía sucumbir antes del final. Entonces dejó de correr.
«El atleta quiebra la figura. Una sombra blanca los envuelve a ambos y los confunde en un abrazo, y luego, la misma sombra los conduce, despacio, hasta donde se agitan los brazos, y los periodistas se disputan el sitio para disparar sus flashes, y los trabajadores extranjeros vociferan como enloquecidos.»
Braima, sin dudarlo, se inclinó sobre el rival desfalleciente antes de que cayera al suelo y lo sostuvo como si fuese un borracho, se lo colgó del hombro y lo obligó a continuar hasta la línea de llegada. Ambos sabían que la acción sería penalizada pero el honor de completar la prueba mereció la pena.
«El Luso cruza la meta como hipnotizado, deja que el corredor desconocido se tienda en el suelo, y detiene su cronómetro: registra la peor marca de toda su trayectoria.»
Quedó sentado que fue aquel gesto de generosidad deportiva lo que elevó el nombre de Braima Suncar Dabó hasta lo más alto del Mundial, aun cuando el narrador, para rematar la crónica, dijera que le ayudaron. Habló de un ángel blanco poderoso y trasnochador, pero nadie le hizo el menor caso.
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