Marcia, a pesar de malvivir en la pequeña celda de un orfanato, era feliz. En su mente trastornada, la realidad se desdibujaba por completo y creía ser la princesa de un palacio al que un bello príncipe enamorado acudía para cortejarla.
Cuando Sebastián, el celador, conocedor de sus fantasías, la cogía afectuoso de la mano para llevarla al jardín, ella, ilusionada, se dejaba guiar. Su cerebro aceptaba gustoso que él la orientase hasta un negro agujero por el que veía la calle.
Era una simple grieta a la que Marcia, con delicadeza infinita, acercaba la boca para conversar con el enamorado imaginario. Le hablaba con palabras tiernas que se perdían en el rumor confuso del tráfico. Para deleite de su amado, posaba los labios en la tosca piedra y la besaba mientras se alisaba, coqueta, la mata enmarañada de sus cabellos negros.
Sebastián, en tanto, metido por detrás entre sus carnes, la fornicaba en silencio. Con una mano le sujetaba el vientre y, con la otra, le excitaba el sexo…Al acabar, le alisaba la ropas y preguntaba:
—¿Querrá volver mañana, la princesa?
Y ella, con esa sonrisa boba que le endulzaba el gesto, contestaba:
—¡Sí, Sebastián!, ¡por favor!, ¡por favor!…