Tuve un amigo, hace tiempo, que no creía en la «Otra Vida». Pensábamos lo mismo, pero yo dudaba. Se llamaba Fernando. Con él, cuando la luna o el alcohol nos hacía habladores, filosofábamos a cuentas del asunto.
Una noche, tal vez por falta de mejor inspiración, me dijo:
―Mira, el día que yo me muera, si hay algo, vuelvo y te cuento. ―Daba por descontado que faltaría antes que yo.
Y así fue, una tarde de otoño decidió dejarnos y se marchó sin más. Echamos sus cenizas al mar desde una barca de pesca.
Me concedió el tiempo justo para asimilar su ausencia; una semana o diez días, no más, y volvió. Se me coló de rondón en una pesadilla fumando como siempre, con la mano izquierda extraviada en un bolsillo del pantalón y su eterna gorra echada sobre los ojos. Lucía una inquietante sonrisa ladeada debajo del bigote. No me asombré en absoluto. El era así, muy teatral y cumplido en sus cosas así que esperé, paciente, a que dijera algo como había prometido, pero permaneció imperturbable. De modo que, cuando ya no pude aguantar tanto silencio, en un arrebato que no supe controlar, le dije:
―¡¡Fernando!! No me hagas esto, carajo.―Luego, continué soñando.