Me gusta trepar con Mika por el rostro impasible de un moái. Normalmente lo hacemos al atardecer; cuando los guardianes del parque se relajan y los turistas se marchan. Nos llevamos una manta y yo la ayudo a subir sujetándola por la cintura para que no resbale. Mika me deja hacer. Aunque sus piernas son fuertes y están acostumbradas a corretear por el campo, sabe que la piedra volcánica se vuelve resbaladiza con el aire salitroso; es fácil perder el equilibrio.
Generalmente nos sentamos en la frente del monumento con los pies apoyados en las cuencas vacías de los ojos y la espalda apoyada contra la frente. Me imagino que desde lejos parecerá que al moái le ha crecido el pelo.
Cuando llegan las sombras nos cubrimos con la manta para darnos calor; tratamos de descubrir nuevas estrellas. Las noches pascuenses son frías, pero transparentes. Yo suelo contar historias. A Mika le encantan mis historias porque dice que soy muy expresivo y que parece que fueran de verdad. Supongo que al moái también le gustan. Como en Rapa Nui nunca pasa nada se debe aburrir enormemente viendo pasar los siglos sin ninguna novedad.
Las historias que más le gustan a Mika son las que hablan de países exóticos, de lugares donde la gente sale a la calle para oír bandas de música y ver luces de colores; donde ríos de fuego se elevan por doquier abrasando sus demonios entre vítores y aplausos y donde el cielo se cubre de fuegos artificiales mientras los niños llenan el aire con sus risas. Son sitios imaginarios, por supuesto, pero cuando pinto estas escenas Mika se aprieta contra mí y se le iluminan los ojos. Entonces me besa y me pide que le cuente más… En ese momento, soy inmensamente feliz, me olvido del silbido del viento y del ronroneo profundo del volcán que duerme amenazador bajo mis pies.
Siento que me gusta vivir en Hanga Roa. La tengo a Mika y ella es mi mundo. No me importa que mi imaginación delirante tenga que inventarse historias para dar rienda suelta a mis ansias de libertad…