Mi padre, a falta de una habilidad mejor, me lucía como dibujante. Le daba por afirmar que el dibujo de personas no era mi fuerte, pero sí los perros y los caballos. A mi, eso, no me convencía del todo ya que me creía capaz de dibujar cualquier cosa, pero con lápiz blando y en las hojas apropiadas (sin cuadriculas ni renglones). Esas exquisiteces él no debía conocerlas ya que promocionaba mis cualidades con lo primero que encontraba; a ver,hazle un perrito a la señora… o un caballito… y me tendía la tapa satinada de una revista o un pedazo de cartón y yo, que no tenía pretensiones, pero sí bastante vergüenza, acababa dibujando un mamarracho de cuatro patas que podía ser, perfectamente, cualquiera de los dos. Después practicaba a solas con todos los bichos del espectro zoológico y hasta con seres humanos. No me gustaban los patinazos. Mi consagración artística, obviamente, no se hizo esperar; un domingo que tuvimos invitados a comer, me preparé a conciencia para la exhibición de rigor. Era un matrimonio italiano con un niño mayor que, para colmo, me ganaba a todo. El padre era un señor rechoncho que hablaba fuerte y la madre, una especie de mamma cejijunta y con bigotes que no hablaba, pero sonreía. Ella debió impresionarme porque cuando llegó mi momento me delató el subconsciente. Me puse a bosquejar con maestría hasta que me salió el creador que llevaba adentro; dibujé una lechuza idéntica a la señora, un retrato robot con todo lujo de detalles; las cejas en punta, la nariz ganchuda y una verruga, la misma que me había hipnotizado durante toda la comida, en el lugar exacto. Era la simbiosis perfecta entre bicho y persona. Creo que ese fue el día en que mi padre se curó de espanto.
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