A doscientos metros de la casa de “El Método”, en “Gavilán”; una calle empedrada, triste y deslucida, existía una casa-corral donde mi abuelo guardaba el carro y el caballo, cada noche.
Algunas veces, al atardecer, mientras la abuela se quedaba con el alma encogida, yo le acompañaba. Iba muy tieso, encumbrado en el gastado asiento de madera con los pies colgando, dejándome hipnotizar por las ancas acompasadas de la yegua.
Me gustaba aquel paseo. Salir con mi abuelo y con los bolsillos repletos de galletas era divertido; todo el mundo nos saludaba con afecto y yo presumía de mayor sosteniendo las riendas.
Sin embargo, no todo eran rosas en aquel paseo. Llegados al corral, me tocaba hacer acopio de arrestos para bajar del carro. En tierra firme tenia que asumir mi estatura que apenas rebasaba el eje de las ruedas y soportar, inerme, la amenaza de los pollos y gallinas que se congregaban a mi alrededor para curiosearme.
Solo eran cinco minutos cada vez – el tiempo justo que ocupaba el encargado en desenganchar el carro y alojar a “la porteña” en el pesebre -, pero a mi me sonaba a eternidad.
Un día, mi abuelo se dio cuenta de mis temores y me explicó que aquella fauna de plumas era muy cobarde y que podía ahuyentarla dando palmadas. Envalentonado, pronto comprendí que era verdad y que no había peligro.
Desde entonces pude recorrer aquel mundo maravilloso con absoluta libertad.
Y en esas andaba cuando, en una ocasión, descubrí, detrás de unas balas de paja, una cabra adulta sujeta por una soga que rumiaba en un rincón mientras amamantaba una cría de pocas semanas. Para entonces ya me paseaba yo como por casa metiendo bulla. A la cabra no le gustó mi irrupción y con un breve balido de advertencia me llamó la atención. Sin embargo, la pequeña, curiosa, se me arrimó con la cabeza gacha.
El caso es que quise detenerla apoyando mis manos sobre su testuz, pero fue imposible. Aunque era pequeña, la cabrita podía conmigo y me obligó a retroceder con suaves testarazos. En aquel momento no quise chillar, ni correr, ni mucho menos llorar así que me fue arrinconando hasta que nos frenó una pared y me quitó cualquier posibilidad de fuga.
Cuando apareció mi abuelo, demudado de preocupación, las bestias ya estaban en plena fiesta; la cabrita, con medio morro metido en mi bolsillo daba cuentas de las galletas de mi abuela, los pollos y las gallinas, hechos una piña, se amontonaban picoteando las migajas, y yo, tan divertido como ellos, les festejaba las gracias, dado palmadas al aire como me habían enseñado.
El susto, desde luego, debió quedar en eso porque volví muchas veces. Pero la escena de aquel día se me grabó para siempre. Porque la mirada inocente y tierna de mi nueva amiga y la expresión de mi abuelo cuando dijo en su idioma “non parlare di questo è un segreto” , no son de esas cosas que se olvidan.
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