Soy consciente de haberme ensuciado las manos y las rodillas gateando por el patio de baldosas combinadas de doña Felisa; una vecina de mi abuela y abuela, a su vez, de mi amiga Rosa; y de haber compartido con la nieta una tortuga de tierra: un ser tan diminuto y tan distante como nuestra edad de entonces.
Aquel bicho debía saber mucho respecto a nosotros y a nuestro empeño por pillarle _ con propósitos inconfesables _ de las patas, la cola o la cabeza; porque el día que nos metimos con el en el barreño de lavar la ropa, se encerró a cal y canto en su caparazón y nos dejó hacer libremente a nuestro antojo.
Era, seguramente, un día caluroso ya que nos habían dejado un fondo de agua para chapotear, aunque nosotros la usamos para llenar con una cuchara los agujeros del carapacho. Esperábamos, tal vez, que el animal saliera a protestar para atraparle, pero el bicho sabía mas que nosotros y se limitó a espiarnos desde el interior.
Cuando nos cansamos de insistir y decidimos hurgar con la cuchara, alguien, supongo que mi madre u otro aguafiestas cualquiera, nos sacó en volandas del barreño para secarnos. Rosa y yo, incomprendidos como siempre, nos echamos a llorar a dúo, mientras el animalito, libre de nuestras manos asesinas, corría a esconderse detrás de las macetas en una escapada nunca vista entre los de su especie.
Jamás volví a tener noticias de aquella tortuga, pero cada vez que piso un patio de baldosas en damero; con rincones en sombra y tiestos de esos que tanto abundan en las casonas viejas; tengo la sensación de que el animalito sigue escondido por allí y, para que no le atormente, me está espiando.
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