Mi padre le llamaba el culo del mundo. Decía que ir hasta el pueblo donde creció mi madre era como irse “a los ranqueles” que, para quien no lo sepa, es como decir a una frontera remota donde vivían los indios. En realidad, creo que no le gustaba ese viaje. Era el trayecto que había repetido a diario durante la enfermedad de mi madre y debía traerle malos recuerdos. Sin embargo, cada tanto, accedía y nos llevaba al campo.
El viaje en tren era un poco incómodo en aquella época, tragábamos polvo, se nos secaba la garganta y, algunas veces, el vapor de la locomotora nos impregnaba la ropa. Pero a mi no me importaba nada de todo eso. Mi padre me había explicado que los pistones de la locomotora tenían su propio lenguaje…“cucharita, cucaracha, cucharita, cucaracha, cucharita, cucaracha” y que la casa de mis abuelos estaba mas o menos por el poste número mil. Es decir que yo tenía dos cometidos bien claros durante aquellos viajes; contar los postes para que no se nos pasara la estación y escuchar el sonido de la locomotora. Sin embargo, nunca lo hice del todo bien; a menudo me distraía saludando a los paisanos de “a caballo” que aparecían y desaparecían por los caminos del campo. El galope de sus bestias me fascinaba, así que los seguía con la mirada hasta que se rezagaban y desaparecían de mi vista. Entonces volvía a los postes, pero, como es natural, había perdido la cuenta y tenía que empezar otra vez desde el principio.
El viaje no era muy largo; unos setenta y cinco kilómetros mas o menos, pero a mi, con tanta actividad, se me hacía mucho mas corto.
La llegada a la estación del “culo del mundo” nunca me pillaba desprevenido. Allí nos esperaba mi abuelo; con sus bombachos “bataraces”, sus botas camperas y su cara rubicunda escondida debajo del sombrero viejo. Saludaba primero a los mayores y al final, cansinamente, se ocupaba de mi; me daba la mano “como a los hombres” y luego me aupaba hasta el gesto preocupado de su rostro para decirme: _ ¿A que no sabes lo que pasó el otro día…?
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