Pudiera llamarse amor

Hay luna nueva. Cualquier cosa, viva o muerta, es sólo negrura sobre negrura. Una figura silenladrónciosa, un ladrón, se cuela por una ventana, en la casa grande. Han dado las doce de la noche y hace rato que los dueños mal duermen otro día de penurias. Un guardia lejano cabecea. El intruso, alerta, se deja llevar por unos pasos bien aprendidos que le conducen sin tropiezos por un fárrago de trampas ahora ineficaces. No recurre a la linterna. Se detiene y escucha. Avanza. Retrocede y escucha. Lo que busca son tres cuadros, tres entre siete; el primero, a la derecha del salón; otros dos, al frente y, además, un joyero de metal. Sólo eso. La consigna recibida dice: solo eso. Es fácil. Demasiado fácil. No se demora casi nada y a los pocos minutos, tal como llegó, desanda el corredor, salva nuevamente la ventana y se marcha con su captura. Para el ladrón es la primera vez y por eso, a pesar de lo fácil, va intranquilo. Cruza rápidamente la ciudad y en una casucha de las afueras —su casa—, a poco que llega, se sosiega. Cede la noche. El hombre mira el botín; tres cuadros abstractos que no entiende y un joyero de chapa niquelada sin valor que tampoco entiende. Quiere, pero no puede. El pobre estuche le intriga más que nada porque teme haber equivocado las señas. Desiste de entender. La tensión acumulada desciende sobre sus párpados y nubla sus ideas, Se adormece. Cuando llega la mujer: bella, dispuesta y ansiosa,como siempre, le despierta . ¿Cómo ha ido?  Bien, todo está allí. Lo dice alegre y presuntuoso en tanto la somete a un preámbulo de besos y arrebatos y caricias que no pueden acabar sino en el lecho donde no hay preguntas ni tampoco respuestas. Después, él, mirando al techo le cuenta, exagerados, los detalles. Vuelven las risas, más tranquilas ahora y el brindis imprescindible. ¡Por nosotros! Por nosotros.  Ella, como al descuido, le instruye:  Guárdalo todo aquí, amor, ya verás lo que nos vale cuando todo se calme. Dice esto, pero no es lo que piensa porque el plan es otro. El no lo sabe. Se apercibe más tarde cuando la botella vacía rueda bajo la cama y, echado como está, no puede alzar la mano para aliviar la saliva que se le escurre de la boca abierta. La ponzoña actúa. Se adormecen sus nervios, le galopa desbocado el corazón y la mirada se le pierde en una bruma. ¿Qué me pasa? ¿Qué me has hecho? Las absurdas preguntas se pierden en un torpe gorgoteo mientras ella, indiferente, se viste. Pretende la mujer que no le tiemblen los labios, pero resulta inútil. Por fin sucede; se aparta ella, el hombre derrumba el rostro a un lado.  Adiós, amor, oye distante. ¿O son sus propios pensamientos? Luego, languidece y muere. Ella ya no espera. Aviva el cigarrillo compartido y lo transforma en llama sobre el lecho. Es la misma llama que después se alarga y envuelve el cuarto hecha incendio y sube por el hombre inerte y por los cuadros robados y por el joyero incomprensible que, más tarde, ennegrecido e inútil, persistirá en manos de la policía y en la palma abierta de su verdadera dueña, la de la casa grande. ¿Es este su joyero, señora? Lo es ¿Y las telas?  Las telas se han perdido, señora…  Le tiemblan a ella ligeramente los labios… El ladrón ha muerto. Un brillo incierto en la mirada advierte que la mujer lo sabe. Nadie lo nota. Cuando todo se calma,  y vuelven a dar las doce, y los dueños de la casa grande se demoran mutuamente el sueño pregunta el marido como para sí:  ¿cómo pudo ocurrir? Aunque piense en la póliza de seguro que le devolverá la vida: «…en caso de pérdida cierta… o destrucción».  Deja de pensar, amor… dice ella y se extravía en un silencio aparte. Él siente la presencia de un Dios providencial. Y ella, hundida en un mundo de abstracción culpable, le acaricia el pelo, asume el precio de lo que llama amor, emite un suspiro largo, silencioso, profundamente amargo, y trata de no pensar.

3 comentarios sobre “Pudiera llamarse amor

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  1. Muy bueno…. Me h encantado.
    En verdad es buena idea, estoy pensando en hacer lo mismo, aunque no tengo ni cuadros ni joyero….

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