La verdad no recuerdo cómo se llamaba el portero del Nacional Urquiza cuando me cambiaron de colegio, pero el mote no se me olvidó en la vida: «Callorda». Se lo habían puesto a mala leche. Era un tipo que caminaba raro —como si le doliesen los pies—, supongo que por la edad o por las largas caminatas a lo largo de aquellos interminables pasillos, pero yo no lo sabía. Mis preocupaciones pasaban por otro lado. Necesitaba hacer buena letra de cara a la graduación so pena de que mi padre me cortara algo más que la asignación.
«¡Ojo con el portero -fue todo lo que me advirtieron- que, si te enfila, te las hará pasar putas!». Yo no le di importancia: aquel año me había propuesto ganar la santidad y subir a los altares sin provocar incidentes. Además, tenía experiencia con los celadores: me los sabía camelar con mi cara de buen chico y mis modales impecables.
Pero, por conjurar el peligro (tanta era la preocupación de mis nuevos compañeros), busqué la ocasión de acercarme a él con el pretexto de que era un recién llegado. Y fue así como, al segundo o tercer día de mi llegada, le dije con mi mejor sonrisa: «Perdone, señor «Callorda», soy nuevo y quisiera saber…».
¿Se puede ser más pelotudo?
Fueron las veinticinco amonestaciones más injustas de todo el bachillerato.
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