La lección

(Fragmento)

 

lA LECCIÓN Don Cosme era un empresario hecho a sí mismo. Un empresario de los años setenta, rudo por naturaleza, que hablaba con voz áspera, que soltaba risotadas estruendosas echando la cabeza para atrás y que golpeaba, con energía, la mesa de mármol del casino cuando jugaba al dominó para que todos se enterasen de que ponía su ficha; era un hombre autoritario y de ideas fijas.

En privado, don Cosme se lamentaba de no haber acabado el bachillerato, algo normal en su época, pero en público, cuando la voluntad de la audiencia le parecía propicia, solía afirmar que los estudios eran innecesarios para labrarse una posición. Casi siempre solían darle la razón. No tanto porque era uno de los hombres más ricos del pueblo —que también—, sino porque, además, subrayaba esa opinión con una mirada fija en los ojos de quien tuviese más cerca mientras decía, con su índice didáctico e inapelable apuntando al techo: ¡Pero trabajando, coño!

La familia de don Cosme; con doña Francisca al frente, una mujer devota, alegre y llena de vida, y los hijos de ambos, Manuel y Chimo, era una auténtica delicia de cordialidad y convivencia. Un regalo providencial del cielo que don Cosme no disfrutaba lo suficiente. Y no lo hacía, no porque no quisiese —que sí quería—, sino porque su vida transcurría fuera de su casa saturada por ocupaciones propias de sus negocios, de los eventos sociales, de las comidas de empresa y de las reuniones de trabajo que mantenía con los numerosos empresarios de la región a raíz de su principal preocupación que eran las finanzas.

Fue por eso, quizás, que mientras sus hijos crecían bajo las serenas, pero firmes, directrices de la madre, don Cosme observaba la tarea de su educación, desde afuera, como si él no tuviese nada que ver en el asunto.

Sin embargo, y a pesar de esta dejación de sus deberes de padre, a don Cosme le gustaba pensar que de tal palo serían tales astillas, y no era extraño oírle decir que era cuestión de tiempo el que se le pareciesen. Tal vez esto fuese cierto, pero, en su caso, hubiese tenido que esperar una buena temporada de no haber sido porque un rumor sobre la hombría de Chimo, el menor, vino a precipitar las cosas: algún gracioso mal pensado había echado a rodar el cuento de que, a don Cosme, le había salido un hijo un poco «defectuoso». Porque no tener novia o amigas de cierta proximidad a los diecinueve años, era bastante atípico en un pueblo en el que, el que más o el que menos, ya apuntaba maneras en la secundaria.

El comentario, sin embargo, que no era importante ni siquiera para el que lo hizo, porque fue durante unas copas y en una rueda de amigos, sí que caló hondo en el amor propio de don Cosme: “Hombre” con mayúscula donde los hubiera, que había hecho la mili nada menos que en Melilla. Supuso una afrenta casi personal que lo impulsó a tomar cartas en el asunto. Así que, tras poco cavilar, trazó sus planes para la rehabilitación de la imagen familiar y anunció a su prole durante una tranquila cena en su propia casa: Este fin de semana tú y tu hermano os venís conmigo.

Por puro instinto, doña Francisca sintió que se le ponía la carne de gallina. Sin embargo, conociendo al marido como lo conocía y sabedora de lo que era capaz de contestar si se le llevaba la contraria, prefirió guardar silencio para no dar lugar; aunque Chimo, inocente y sorprendido, preguntara: ¿A dónde? a lo que don Cosme respondió sin alzar la vista del plato: No te preocupes por eso que, eso, es cosa mía. Solo Manuel, el mayor, comentó, por hacer una gracia, que irían a una exposición de arte moderno, pero don Cosme lo fulminó con la mirada. Para el padre no había cosa peor que ver que sus palabras se tomaban a chufla.

A partir de aquella mirada, nadie más se atrevió a decir nada sobre el tema hasta el día señalado —que vino a caer en sábado—, cuando, después de la siesta, don Cosme indicó a Manuel: llama a tu hermano que nos vamos. Y así, sin otro preámbulo o explicación, como era su costumbre, montó a los dos muchachos en su Mercedes y allá se fueron los tres con un destino incierto dejando a doña Francisca con el corazón en un puño.

Era una tarde espléndida, soleada y tranquila, en la que nada parecía presagiar que algo pudiera alterar los planes de aquel hombre que se había propuesto limpiar, de un plumazo, las sombras arrojadas sobre un apellido tan ilustre como el suyo. Durante todo el viaje, la actitud de don Cosme se mantuvo impasible. En ningún momento dio lugar a las preguntas que, sin duda, rondaban la mente confusa de sus hijos. Sobre todo la del más joven que, de tanto en tanto, miraba a su hermano interrogándolo con los ojos, pero sin decir palabra. Aquel embarazoso silencio duró hasta que se detuvieron frente a un bar llamado «El paraíso».

El sitio, aunque pretencioso de nombre, parecía un bar de mala muerte. Tenía una fachada alicaída donde el óxido y la falta de pintura empezaban a hacer estragos en una estética de gusto más que dudoso, en la que destacaban dos pinturas en tamaño natural de mujeres en bikini —al uso de los bares de la frontera francesa—, que flanqueaban la entrada. Don Cosme no se amilanó por esto. Ni tampoco lo hizo cuando, tras cruzar la puerta, tuvieron que hacer esfuerzos para no tropezar o para distinguir las formas humanas que se encontraban en el interior.

Al fondo del establecimiento, más allá de unas mesas vacías con ceniceros de plástico, tres chicas aburridas conversaban con un par de parroquianos de mirada acuosa. Formaban, entre los unos y las otras, una estampa deprimente que los recién llegados ignoraron por completo preocupados como estaban, por no pisar en falso hasta que se acodaron en la barra.

Ponme un whisky, ordenó enseguida don Cosme. Lo dijo con  aquella voz impostada que tenía la virtud de acallar las conversaciones allí donde estuviese, a la vez que alentaba a Manuel a que ordenase una cerveza con una palmada en el hombro. Así que Chimo, un poco más rezagado, para no ser menos que ellos y con más curiosidad que ganas de beber, ordenó otra cerveza. El padre aprobó el gesto. Estaba convencido de que sus planes se desarrollaban a las mil maravillas y que su hijo saldría de aquel antro con la lección aprendida y con los deberes hechos. Ni siquiera imaginaba que el diablo pudiese meter la cola.

Atento al cometido que le había llevado hasta aquel sitio y nada más servidas las bebidas, don Cosme hizo una seña imperceptible a las mujeres que no apartaban la vista de los recién llegados: los chicos las habían tentado con su presencia. Usted debe saber que los hombres jóvenes no frecuentaban sitios como aquel y que, cuando lo hacían, resultaban tan atrayentes como golosinas envueltas en papel celofán. De modo que, las tres a una, se acercaron al grupo de inmediato. El padre, con un gesto rápido de las cejas, les señaló el objetivo.

Las prostitutas, que tal era la profesión de las damas en cuestión, como usted habrá supuesto acertadamente, tanto por la somera descripción que acabo de hacer de su actitud como por el sitio donde se encontraban, concentraron su atención en Chimo. Parecían aves de rapiña. Las tres deseaban ser la afortunada que se lo llevara al huerto —o como ellas le llamaban: al jardín—, que era un sitio con plantas y bancos de madera al fondo del edificio. Las tres esperaban ganar una suculenta paga por lo que, ya se imaginaban, iba a ser la ceremonia de inicio.

Tal como era de prever, y no porque lo diga yo sino porque a ciertas edades hay códigos de entendimiento diferentes a los de otras, la camaradería con Chimo se estableció de inmediato con las dos más jóvenes. No hizo falta recurrir a ninguna formalidad. Una jovencita, casi una adolescente, de ojos grandes, nueva en el oficio y con ganas de demostrar su valía, se apresuró a tomar la delantera: Yo me llamo Loli,  dijo con una voz muy dulce para preguntar, acto seguido: ¿Es tu primera vez?  El muchacho, en su santa inocencia y con la mayor educación, tal como su madre le había enseñado, respondió que sí, que era su primera vez y que el sitio le parecía estupendo.

Esto no es de extrañar. Hay que tener en cuenta que ante los ojos del chico —desplegada en su honor—, se hallaba una generosa exhibición de encantos femeninos que no le permitía pensar con claridad. Como puede suponer, todo llamaba su atención: los brazos al aire, las piernas largas embutidas en aquellas minúsculas minifaldas inspiradas por las modas extranjeras, los labios rojos como la sangre y los escotes, aquellos abultados escotes en los que se dejaban entrever unas redondeces oscilantes como campanas al viento. Chimo jamás había soñado con tenerlas tan cerca… Eran tiempos, aquellos, de muy escasas oportunidades.

Así que mientras el muchacho se extasiaba con el panorama, la Loli, atenta a sus reacciones, lo fue apartando con suavidad, cogiéndolo por uno de sus brazos con la ayuda de la compañera, quizás no tan joven, pero igual de atrevida, que se le había colgado del otro brazo. La segunda chica pensaba dirimir la cuestión con la novata cuando estuvieran a solas. Don Cosme los vio alejarse a los tres convencido del éxito de su misión. Manuel permanecía a su lado junto a la tercera chica que dijo llamarse Carmen.

El hecho inesperado fue que, a  don Cosme, después de ver que su hijo era arrebatado de su lado por las dos mujeres, se le hizo un nudo en el estómago. Un nudo de remordimiento. Un nudo que, para colmo, Carmen se ocupó de apretar por puro despecho cuando dijo, con voz risueña, pero cargada de mala intención: ¡Vaya!, cruza los dedos para que esas dos no te lo perviertan. Una apostilla que, a don Cosme no le sentó nada bien. Y menos cuando, a punto estuvo de llevarse también a Manuel al decir: ¿Y tú? ¿Quieres subir conmigo? Por suerte el chico se negó en redondo.

Así fue como don Cosme y Manuel permanecieron en aquel extremo de la barra a la espera de que Chimo regresara sano y salvo, mientras Carmen volvía junto a los parroquianos que había dejado abandonados. Antes, la chica se aseguró unos tragos. Nadie podía prever lo que vino luego —era imposible—, salvo el regreso de la segunda prostituta a la que Chimo había descartado por selección natural. El chico estaba hipnotizado por la piel de la  Loli, por su  cuello de porcelana y por la sonrisa enorme que aceptaba con agrado todas sus caricias inexpertas. Porque hay que tener presente, que aunque el hombre propone no siempre sale como él quiere que salga y menos cuando el Destino tiene dispuesto que sea de una manera distinta.

Así que mientras se disponía el escenario para que la tragedia más antigua del mundo se consumase y Don Cosme bebía su segundo whisky sucedió que a su mente comenzaron a acudir algunas viejas escenas que nunca pensó rememorar: los gestos procaces de la portuguesa que lo había iniciado, el cuarto desordenado bajo la escalera de sus padres y los terrores olvidados de su primera vez. Al igual que Chimo, él tampoco lo había buscado. De modo que don Cosme, sin que nadie lo pudiese imaginar, sintió miedo de pronto; un miedo atroz a que el tiro le saliera por la culata; miedo de haber echado a rodar una bola de nieve cuesta abajo. Y el nudo que se le formó en las tripas le hizo daño.

La pregunta de Manuel le llegó cuando más lejos estaba de aquel lugar: ¿Por qué nos trajo aquí, padre? Don Cosme estaba curtido en las sorpresas. Los años vividos habían cubierto su corazón de aquella pátina impermeable de los hombres de negocios, así que entrecerró los ojos y mientras los dejaba pasear, botella a botella, por el anaquel de las bebidas le contestó: Pensé que os vendría bien conocer esto… Iba a decir para que os hagáis hombres, pero no lo dijo porque recordó que él no se había hecho «hombre» con la portuguesa, puesto que eso había sido cosa de Francisca. Y luego regresaron los silencios cargados de remordimientos; porque los recuerdos buenos reconfortan y animan, pero los malos, esos que aparecen en los momentos de angustia, corroen las entrañas como ratas.

Aún habría de pasar casi una hora antes de que don Cosme se diera cuenta del tiempo transcurrido. Un tiempo demasiado largo para un muchacho inexperto. Tu hermano no baja,  le comentó a Manuel,  esto es muy raro. Usted sabe que no hay nada peor que la incertidumbre para el que se siente culpable. A lo mejor ha ido al baño, padre… sugirió el hijo. ¡Que baño ni que ocho cuartos!¡Algo ha pasado!

Y así fue como don Cosme, ante la impasibilidad de todos, quiso pedir explicaciones sobre lo que estaba sucediendo. Los nervios lo desbordaron. Pero como las broncas eran cortadas de cuajo en aquel sitio donde solía pasar de todo, el camarero que ponía las bebidas se acercó sin disimulo. Pero no sucedió nada. Aún iban a transcurrir otros quince minutos antes de que Manuel se decidiera a preguntar: Oye, ¿Qué pasa con mi hermano? Ya tendría que haber salido.

Carmen y la otra chica levantaron la mirada de sus copas, pero fue la primera la que, como si se viese obligada a intervenir, alzó una ceja sorprendida como si le hablara en chino, para contestar: Y yo qué sé. Ni siquiera conozco a tu hermano.

Por suerte, la otra, la que había vuelto despechada del jardín, intervino antes de que se armara una bronca y fue gracias a ella que don Cosme se enteró de que Chimo se había marchado con la Loli por la puerta trasera del huerto, corriendo como dos chiquillos —que es lo que eran— para iniciar una nueva vida juntos. Dijeron que se marchaban para ser libres y felices. Pero al decir de la chica, «el muy imbécil se perdía por un par de tetas y se había embobado con esa mosquita muerta».

Las caras de don Cosme y de Manuel se transformaron de pronto en máscaras horribles cuando vieron la expresión divertida de los presentes. Imagínese usted el panorama. El padre que quiere hacer una obra de bien en favor de la hombría de su hijo y que el asunto se le ponga en contra. ¿Qué le iba a contar a su mujer cuando volviera a casa? ¿Que se le había perdido un hijo en un burdel? La situación pasaba con rapidez de lo dramático al chiste. El regreso del barman que, visto lo visto, había subido a comprobar la situación, no pudo ser más desastroso. Es cierto, arriba no están…

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