Es de noche; una noche de invierno helada y desapacible ideal para llenarse con recuerdos. En la chimenea de una antigua casa señorial al sur de Buenos Aires crepitan unos leños encendidos. El silencio campa a sus anchas por un gran salón interrumpido apenas por algún chisporroteo. Un abuelo, como hipnotizado por las llamas, se demora adrede en un sillón acompañado por el mayor de sus nietos que ojea una revista:
—Oye —dice el anciano de pronto—, acércate un poco; hoy quiero contarte un cuento.
El muchacho, un niño todavía, alza la vista y, aunque vacilante, accede a dejar de lado lo que hace.
—¿De qué trata, abuelo?
El anciano le responde sin volverse:
—Es sobre los prejuicios absurdos de la gente.
Al niño le gustan las historias de su abuelo, pero no le alcanza con la explicación: el tema no parece interesante…
—¿Es algo triste?
—Bueno —dice el hombre, comprensivo—, un poco sí lo es, pero no mucho más que otras historias. Recuerda que los cuentos son buenos cuando tienen una buena moraleja. Éstas no son ni alegres ni tristes, solo son conclusiones que te enseñan a vivir. Así que calla y escucha. Lo que voy a contarte es una historia bastante común. Una historia que empieza como tantas otras. La protagonista es una pareja joven que tenía dos hijos: uno de siete años y otro de uno, y que, además, con muchísima ilusión, esperaba la llegada de un tercero.
»Resulta que estas cuatro personas vivían en un barrio del gran Buenos Aires rodeada por la familia del marido que, con el correr de los años, había logrado agruparse en torno a la vivienda de los suegros. Los padres de ella eran gente de campo y residían muy lejos.
»La pareja, al comenzar esta historia, alquilaba una casita pequeña y acogedora, con un hermoso jardín al frente, muy apropiada para sus escasas necesidades. Al mayor de los niños se lo veía siempre correteando feliz al otro lado de la valla tratando de no pisotear las flores que cultivaba su madre. A la mujer la llamaremos María.
»La joven era alegre y vivaracha y su gran pasión era cantar. El canto era un don natural que le brotaba a borbotones a todas horas y de manera espontanea; algo muy parecido a lo que sucede con el trino de los pájaros. Tenía una voz dulce y cristalina. Todo el barrio sabía de sus aptitudes porque sus canciones volaban a través de las ventanas abiertas y llegaban a la calle.
»Quienes la conocían bien decían que María, de jovencita, había hecho pruebas para radio “Splendid” y también que, al casarse, de tan enamorada, lo había abandonado todo para dedicarse a atender a su marido.
»Por lo que se sabe, la joven María nunca dejó de cantar. Solo que, después de abandonar sus sueños, lo hacía porque sí o, mejor dicho, para alegrar la vida de su hijo mayor que disfrutaba con ello. Esta circunstancia, sin embargo, la obligaba a elegir los temas. El niño, que era tan despierto y vivaracho como ella, se sabía de memoria: “Anahí”, “El pájaro chogüí” y un montón los valsecitos criollos de los que apenas comprendía la letra. Aquellas viejas canciones solían acompañarlo mientras jugaba o mientras trataba de conciliar el sueño a la hora de dormir. De hecho, el pequeño no necesitó jamás que alguien estuviese a su lado ni por miedo ni por soledad ya que la madre era una eterna presencia en el aire que respiraba.
»Por esa época, el marido de María había instalado en la casa, a instancias de su esposa, un par de máquinas de soldar tachuelas que eran unos artilugios que unían con un chispazo un clavito a una “lentilla” de chapa. María las había pedido para alternar las tareas de su casa con una actividad remunerada.
»Gracias a esta curiosa ocupación y a la visita de sus vecinas que, con cualquier pretexto, se acercaban a cotillear, María nunca estaba sola, así que, muy pronto, merced a su gran pasión también se hizo con una pequeña audiencia y conquistó el aplauso con el que había soñado alguna vez. Puedo decir sin temor a equivocarme que gracias a estas pequeñas alegrías cotidianas, María llegó a ser enormemente feliz.
»Pero debía estar escrito que ese no era su verdadero destino. Y digo esto porque, al nacer el tercer hijo, la suerte le dio la espalda y, de la noche a la mañana, su ánimo dio un vuelco inesperado que la sumió en un estado de profunda confusión. Inexplicablemente, comenzó a llorar sin motivo alguno, a tener ataques de ansiedad, inseguridad con los quehaceres de su casa, desmemoria y todo aquello que conlleva una depresión profunda. En especial, desarrolló una obsesión enfermiza por la posible pérdida de alguno de sus hijos.
»Estos estados de ánimo inesperados suelen ser frecuentes en las mujeres después del parto y son muy comprensibles, pero te estoy hablando de los años cincuenta —a mediados del siglo pasado—, cuando todavía se creía que esos comportamientos eran propios de las madres primerizas. María ya tenía dos niños y nadie se lo esperaba. Entonces no existía Internet para informarse mejor y la sicología era una ciencia bastante dudosa en aquella sociedad .
»Tal vez por esta razón, el médico de la familia, con la mejor voluntad, derivó su caso al único sitio que tenía al alcance de la mano y que le merecía todas las garantías de recuperación: una clínica siquiátrica regentada por el mejor especialista del momento. La clínica, sin embargo, estaba en un pueblo, en las afueras de la gran ciudad, y esta sencilla circunstancia obligó a la pareja a cambiar de domicilio y a acomodar a los niños, temporalmente, en casa de los familiares.
»Con los más pequeños no hubo ningún problema puesto que pronto se acoplaron a la nueva situación, pero sí los hubo con el mayor que, aunque a medias, se enteraba de todo. Ya estaba en edad de comprender algunas conversaciones que escuchaba de pasada y, además, le daba demasiadas vueltas al hecho de que su madre estuviese enferma, al cambio de casa, al no tener su jardín ni las máquinas soldadoras ni las risas y carantoñas de las vecinas ni, lo más importante, las alegres canciones de su madre.
»Afortunadamente, como todo llega en esta vida y el mal no era irreversible, María superó la depresión y casi todo volvió a la normalidad. Y digo casi porque, aunque la mujer regresó a la rutina que había abandonado, lo hizo con una enorme sensación de culpa. Culpa por haberse puesto enferma, por abandonar a su hijos su casa y su marido. Culpa por todo lo sucedido en su ausencia… Y eso no fue lo peor: lo más terrible fue que quienes la rodeaban comenzaron a tratarla de una manera extraña. La observaban con miradas huidizas, le hacían bromas inocentes, pero con doble sentido y adoptaban actitudes condescendientes que la fina sensibilidad de María interpretaba como un inevitable y merecido reproche. Nadie pensó en el daño que le hacían. Ni siquiera su marido que prefirió minimizar aquel comportamiento de su familia y a mirar hacia otro lado.
»El hijo mayor, mientras tanto, observaba en silencio todo lo que sucedía a su alrededor, y siguió creciendo en aquel ambiente enrarecido asistiendo, confuso, a la cruel metamorfosis de su madre. Así vio pasar los meses y los años y solo llegó a entender lo sucedido al acabar sus estudios. Recién entonces pudo comprender el enorme calvario de aquel ser entrañable: el paso por un manicomio, aunque transitorio y circunstancial, había estigmatizado a una familia ignorante cargada de aprensiones y prejuicios. La sola mención de que aquella mujer hubiese pasado por una clínica siquiátrica los humillaba y avergonzaba. La miraban como si hubiese cometido el peor de los delitos. La pena fue que el hijo lo supo demasiado tarde y ya no pudo hacer nada para remediarlo. Su madre, después de mucho padecer por su tremenda “culpa”, un mal día como el de hoy, lo abandonó para siempre…
En este punto, el abuelo deja de contar.
Afuera, el intenso frío de la noche se adivina en el espeso vaho que empaña los cristales. Los ojos del anciano también se ven nublados. Es como si su propio relato le estuviera congelando el alma.
—¿Tú la conociste, abuelo?
El viejo guarda silencio. Sus ojos están fijos en la chimenea donde los leños, que han perdido la lumbre, brillan mortecinos. Los recuerdos se le agolpan en las sienes. Mentalmente, casi sin notarlo, recupera de la memoria alguna estrofa perdida de aquellas que canturreaba María. Entonces coge el atizador y, sin volverse, dice con voz quebrada mientras aviva el fuego:
—Muchacho, ya te dije que es un relato que habla de los prejuicios humanos; así que lo que te estoy contando… solo es un cuento para pasar el rato.