Escribí una vez en alguna parte:
«… allá por los setenta, en la Facultad de Arquitectura y Urbanismo de Buenos Aires, mis viejos maestros de nombre reverencial, como Manuel Borthagaray, Jujo Solzona o Clorindo Testa, se esforzaban por modelar mi ignorancia con los conceptos abstractos de la arquitectura. Sus enseñanzas, bajo la forma de preguntas inocentes, gravitaban sobre nuestros proyectos:
¿Esto qué es? ¿Esto por qué? ¿Esto para qué sirve?
Invariablemente acompañaban la pregunta con un círculo de lápiz de mina gorda, blanda, imborrable que hacía centro en los detalles más laboriosos de nuestros planos. Ninguna de las respuestas parecía satisfacer aquella indagatoria. No valían los no sé, porque me gusta, porque queda bien, porque es bonito…, no servían las explicaciones de ese tipo como si lo subjetivo careciera de valor.
El lápiz remarcaba implacable las láminas que habían costado horas y horas de trabajo (aún se dibujaba a mano), hasta convertirlas en una birria. De aquellos borrones surgían documentos de valor incalculable.
No obstante, alguna vez, no había tachaduras ni notas al margen ni borrones: el trabajo era, sencillamente irrecuperable. Ocurría cuando alguien se atrevía a contestar: “Lo hice porque parece un…”, lo mismo da que dijera una flor, una bola de billar o un pajarito. El lápiz demoledor se detenía en el aire y el silencio se adueñaba de la clase. La corrección se interrumpía y ya no valía la pena proseguir. El dibujo, por supuesto, se salvaba y todos sentíamos un poco de envidia porque volvía intacto a casa, pero sabíamos que aquel proyecto no servía.
El procedimiento de las correcciones era casi siempre el mismo: primero, una pregunta obvia; segundo, una respuesta que explicaba con lógica apabullante lo que estaba a la vista y, tercero, cuando todos esperábamos el visto bueno, aparecía un ejemplo breve que, en apariencia no tenía nada que ver con el asunto. Surgían, entonces, nombres importantes como Wright, Le Corbusier, Aalto, Neutra, aunque, por lo general, eran arquitectos más cercanos, del llano, los que servían de ejemplo. Eran los que hacían cosas comprensibles, de todos los días, de esas que no requerían complicadas explicaciones.
Aquello calaba hondo. Aquella peculiar manera de análisis y razonamiento iba abriendo puertas al entendimiento. Con el tiempo acabamos asimilando algunos conceptos difíciles de precisar. Entre ellos, la diferencia entre edificio y obra de arquitectura. Esa diferencia sutil entre un hecho físico como envolvente de una actividad humana sin más pretensiones que la solución constructiva y la obra arquitectónica como respuesta a numerosas expectativas de la actitud creadora.
También aprendimos a distinguir los caminos de la búsqueda y la experimentación y a separarlos del capricho, el rebuscamiento, la gratuidad e incluso del azar.
Una cuestión metodológica nos ayudó a entender que el recurso de los parecidos, en el proceso de diseño, era simple y elemental. El camino fácil que depende más de la ocurrencia ocasional que de la búsqueda comprometida de soluciones. De allí, el inapelable rechazo a que formas apriorísticas condicionaran la validez de una obra en la que cada línea significaba, a la postre, dinero de alguien.
Después de aquellos años de estudiante en los que la práctica me fue distanciando de la teoría, algunas cosas quedaron en el olvido. Solo de vez en cuando, alguien remueve las cenizas y aparecen las miradas retrospectivas, los recuerdos y hasta la nostalgia. Resurgen los axiomas y las cosas prohibidas.
Hace un par de semanas viajé a Valencia para recorrer, por fin, el monumental conjunto diseñado por Santiago Calatrava para la ciudad de las Artes y las Ciencias. Fue un sábado soleado y agradable con mucha gente en las calles y alegría en el ambiente. La satisfacción de compartir y analizar con unos amigos algo tan controvertido y único durante un fin de semana contribuía a alegrarnos el día. Así que nos dispusimos a recorrer, por fuera primero y por dentro después, aquella obra descomunal que se nos abría a la vista como una especie de desafío intelectual.
Confieso que, nada más llegar, como cualquiera que respete el esfuerzo humano y la imaginación, me sentí sobrecogido. Aquellos espacios disparados en todas direcciones fraccionando y reconstruyendo el entorno en perspectivas inacabables, aquellas diabólicas columnas inclinadas rememorando, atectónicamente, por encima de nuestras cabezas la grandeza mística de la catedrales góticas y aquellos innumerables micro espacios gaudianos activaron, en alguna parte de mi cerebro, imágenes y sensaciones adormecidas.
Me costó un buen rato recuperar cierta objetividad de análisis. Algo me decía que, en el sentido arquitectónico de los términos, aquellas obras no eran simplemente edificios, pero tampoco, a mi juicio, obras de arquitectura. No eran lo uno porque trascendían la mera misión de envolventes de una actividad ni eran lo otro porque transgredían los principios elementales de la concepción arquitectónica: errores funcionales, desequilibrio de la inversión, falta de justificación formal, complejidad, capricho, etc. Por un momento se me cruzó la imagen de aquel compañero de universidad que volvía a casa con la lámina intacta.
Mis amigos comentaban entusiasmados cada descubrimiento, cada preciosismo, cada encaje de bolillo, cada muestra de voluptuosidad formal. ¿Te gusta?, me preguntaron y, como es natural, de momento preferí callar. En realidad no sabía la respuesta porque no entendía lo que estábamos viendo. No lo entendía ni siquiera como monumento puesto que se me escapaba el mensaje que, necesariamente, debía justificar el inmenso coste de la obra.
Me tomé un tiempo en repasar mis impresiones y en analizar minuciosamente lo que vi. Pero, como creí que les debía una respuesta a mis amigos, les respondí: Sí, me gusta. Pero lo dije como espectador no como arquitecto ya que, al rememorar mis más de veinte años de residente en Valencia (hace tiempo de ello), de recordar el arte de sus gentes y de comprender el espíritu de sus fiesta populares, entendí que Calatrava, valenciano al fin, bajo el paraguas de su prestigio y de nuestra profesión, había querido universalizar las fallas».
El tiempo me ha dado la razón.