Pobrecito

«No es pobre el que tiene poco, sino el que mucho desea.»Lucius Anneo Séneca – 4aC/65dC

 

Rosendo Sosa está abstraído. Cuando conduce el tractor pone los cinco sentidos en el trabajo; piensa que la rastrillada debe quedar perfecta, bien alineada. Es una manía personal. Le gusta ver el campo repeinado por la reja; imagina que, más tarde, cuando el trigo nazca y crezca y las espigas bailen al conjuro de la brisa, la tierra, coqueta, le dará las gracias.

          Mientras conduce, tararea una canción. El hombre es un peón. El más pobre, quizás, de toda la comarca. Tiene la piel del rostro curtida por el sol y surcada de arrugas; es como la propia tierra. Sus ojos grises, achinados por la resolana, le desaparecen en la cara ocultos por la sombra del chambergo.[1] Al cuello lleva atados: un pañuelo desteñido y un amuleto de piedra. Viste camisa blanca de esas que parecen ser siempre la misma; bombachas «batarazas»,[2]faja negra y alpargatas de soga desgastadas por el uso.

A Rosendo no le importa ser pobre, pero sí le importa que la Rosa, su mujer, esté bien. También le importa sus cinco hijos.

La estancia donde trabaja, desde lejos, parece una raya blanca pintada sobre el arbolado oscuro, pero, de cerca, es una obra esparcida que abarca toda la mirada. Tiene diez arcos sombríos conjurados contra el sol, una multitud de árboles impropios del lugar que arrojan sombras caprichosas sobre las paredes encaladas y jardines repletos de flores con un aljibe de adorno.

«¿Pa´qué tanto?», se pregunta Rosendo cuando pasa cerca del patio o desde el sombrajo donde acomoda sus cosas, «con mucho menos, alcanza».

El capataz, si lo ve rondando, enseguida se acerca y él se quita el sombrero. Entonces se le ve la frente; la tiene de dos colores. El hombre le palmea la espalda y dice:

—Buen trabajo, amigo, buen trabajo. ¡Así son los gauchos de mi tierra! No lo he visto parar ni pa´miar…

Rosendo Sosa, con esa mansedumbre que arrastran  los humildes, contesta:

—Es que no tengo el qué, don Braulio, usté sabe que no bebo. —Y no lo dice por decir, todos saben que es cierto.

—Malo es eso de no beber, Rosendo, con esta calor puede hacerle daño. Échese un trago de agua antes de dirse pa´laj casas, el resto del campo, ya lo hará mañana con la fresca…

—Lo que usté mande don Braulio… —acepta mirando al suelo. Pero no se marcha; remolonea con la mirada encogida hasta que una figura blanca, movediza, que le recuerda el alboroto de una gallina espantada, aparece por uno de los porches. El revoloteo de faldas anima el patio. Es la hija del patrón; la que nunca se olvida de que él es pobre ni de recordarle que tiene muchas bocas que alimentar. Viene sonriente. En las manos trae un envoltorio de periódicos. Don Braulio también sonríe comprensivo.

—¡Hola Rosendo! ¿A que me esperaba a mí? —dice la mujer con una sonrisa distendida y juvenil mientras le tiende el bulto—. Tome, esto es para su gente. Rosendo acepta agradecido.

—Mil gracias, señorita, que Dios se lo pague.

El peón sabe que son sobras, pero eso; eso tampoco le importa…

*****

Ya dispuesto, Rosendo Sosa vuelve a ponerse el sombrero y se despide. Por delante, a una legua más o menos, campo a través, está su rancho. Un perro, que lo sigue a todas partes, juega con su sombra. El suelo es llano; seco, por la escasez de lluvia, y firme, por el continuo transitar del ganado. Nada le dificulta el paso. No hay piedras ni ramas ni cuestas salvo, de tanto en tanto, alguna bosta[3] de vaca. Pero él es hombre de campo y vigila la pisada.

Cuando agoniza la tarde, la pampa se aviva. El suelo se lustra como un inmenso billar; los grillos toman por asalto las veras del camino; desde las charcas, croan las ranas; cantan las chicharras, y las últimas bandadas de gorriones se apresuran a buscar refugio. A Rosendo le embriaga este concierto del campo.

Sin darse cuenta, vuelve a canturrear la canción que le ronda todo el tiempo en la cabeza y se pregunta: «¿Qué pensaría la Rosa si me aparezco cantando? Ja, ja,ja. Se ríe con la ocurrencia.

*****

Cuando Rosendo llega, el sol está oculto, definitivamente, detrás de la curva insólita del mundo; el firmamento, es una fiesta de estrellas. El patio de tierra, apenas iluminado por los rayos de luz del sol de noche[4] que salen por la ventana, lo recibe con aromas y sonidos familiares. Es su rancho; no se detiene a avisar. Por los ladridos del perro, todos saben que llega, que se acaba la espera y que puede comenzar el alboroto. Entra y se quita el sombrero…

Se le ilumina el rostro, al hombre, cuando ve a su familia y dice:

¡Gúenas y santas, Rosa! —Pero enseguida se alerta; la cara redonda, cobriza, de su mujer no le devuelve la sonrisa satisfecha, conocida de siempre, la que espera, sino otra distinta, melancólica, de india distante y temerosa. Él, desconcertado, le devuelve el gesto. Pregunta con la mirada. Ella calla. Rosendo sabe que es inútil indagar porque las mujeres andinas alargan los silencios cuando no quieren hablar y sus pocas palabras las guardan para Wiraqucha[5] o para la Pacha Mama[6].

El hombre se sosiega. Ya sabrá lo qué pasa.

Mientras tanto, los hijos, su mayor tesoro en esta tierra, se le aferran a las piernas y le hacen un daño hermoso que le obliga a bajar la cabeza. Rosendo apenas sonríe, Rosa lo sigue mirando desde lejos, impasible.

Él endurece el gesto mientras acaricia, al descuido, el pelo renegrido del mayor de su prole (ocho años; un hombre) y como no sabe qué pensar busca razones. Repasa los rincones del adobe en las paredes, en el suelo de tierra, en el techo de paja, en el fogón de leña, en la mesa, en los banco de tablones… pero no ve nada. Todo igual de pobre, todo normal. Entonces se encoje de hombros y, resignado, se desprende del abrazo de sus hijos, da una última mirada a la mujer que lo observa desde el parapeto de sus trenzas y de sus ropas coloridas y se ajusta el sombrero para volver al campo..

La luna está muy alta. Los perros cimarrones le ladran a lo lejos para contarle sus penas; lo mismo hace el paisano. Solo que el hombre no necesita gritar, sabe que ella le escucha aunque le hable para adentro.

—¡Amalaya mi suerte, Mama Killa[7], yo no sé adivinar!— El suyo es un lamento ahogado que la inmensidad brillante de la noche oye perpleja—. Solo soy un pión…

Le responde el silencio. Toda la pampa se vuelve silencio. Dejan de cantar los grillos, esperan las chicharras, las ranas de la charca interrumpen su perorata interminable de lamentos… El perro se le sienta a los pies. Y de repente, desde la puerta del rancho, se estira la luz con una sombra y sale Rosa a su espalda. Otra pausa larga hasta que llega. El hombre no se vuelve, espera hasta que la mano áspera de la mujer le roza el brazo.

—Otra boca pa´ alimentar, Rosendo. —Y es así como le da la noticia.

—¿Otro gurí?[8]

—Puede ser… O gurisa… Vaya usté a saber.

—Ta´ güeno…

Y ya no hay más que decir. Rosa se vuelve al rancho. Rosendo permanece mudo unos segundos para asimilar la idea y, por fin, le da las gracias al cielo mientras suelta el aire que retiene en los pulmones.

—¡Seis! —Calcula— ¡Sí que´sto se pone güeno! A lo mejor, hasta nos sale una hembra pa´ ayudar a la Rosa… —Se ríe entonces para sus adentros y cuando ya no puede contener la emoción que se le escapa del cuerpo hacia las estrellas, recita lentamente, al compás de una guitarra imaginaria; las profundas palabras que lleva recordando todo el día:

“…Pobrecito, mi patrón, piensa que el pobre soy yo… “[9]

Fin


[1] Sombrero de ala ancha sujeto con presilla o correa a la barbilla.
[2] Pantalón bombacho abotonado en el pernil del color de las gallinas de igual nombre. Muy común en el campo argentino.
[3] Boñiga.
[4] Tradicional farol alimentado a keroseno.
[5] Wiraqucha: padre/madre, energía universal en la filosofía indígena andina.
[6] Pacha Mama: la madre tierra.
[7] Mama Killa: madre luna
[8] Niño
[9] Estribillo de la canción “Pobre de mi patrón” de Facundo Cabral “Mensajero Mundial de la Paz” (1996) – UNESCO.

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