Un perro con clase

El perro       Dicen que los perros son la viva imagen de sus amos y debe ser verdad. Los dichos populares suelen basarse, casi siempre, en algo verificable. Sirva como ejemplo lo sucedido con un magnífico ejemplar de Airedale Terrier que vi en una exposición canina hace años con su dueño, un embajador inglés.
El animal, originario de la región inglesa de Yorkshire, lo mismo que su amo, era un macho joven de mirada inteligente. Se le notaba la fidelidad en la expresión cuando observaba a su dueño, era casi la misma que aquél utilizaba cuando hablaba del Imperio. Ambos tenían el cuello envarado y las orejas un tanto apantalladas según parece ser la tendencia de la Inglaterra actual.
Animales de alcurnia, pensé yo.
Los dos lucían barbas proyectadas hacia adelante confundidas con un mostacho oscuro, chaleco – el uno, natural sobre el pelambre hirsuto y el otro de impecable cachemir – y corbatín a juego. Ya por sí mismos, estos detalles, los distanciaban de los mortales corrientes.
Tenían, además, una manera, especial, distante, de mirar a quienes les rodeaban que, si bien es una característica ancestral de ambas especies, también lo es de quienes están acostumbrados a ejercer la autoridad.
Andaban a la deriva entre la concurrencia. Tanto el uno como el otro balanceaban la cabeza sin abandonar un acompasado y elegante portantillo que parecía ensayado. Iban como desdeñando vasallos. Los otros perros de menor alzada, las hembras de brillantes pelambreras y las señoras ataviadas para la ocasión, los observaban con respeto. Estaba claro que, amo y mascota, gustaban de hacerse notar. Yo no dejaba de mirarlos porque era una delicia observar tan singular elegancia.
Y de pronto, en plena fiesta, ocurrió lo inesperado.
Una sombra oscura, mastodóntica, huída a saber de dónde, se abrió paso entre la gente, saltó sobre la grupa del aristocrático can y se le abrazó a la cintura.
―¡My God! ¡My God! ―Gritó el embajador sorprendido buscando ayuda con los ojos y cubriéndose la boca.
Algunos de los asistentes, asustados, se echaron las manos a la cabeza. Otros, en cambio, ante la escena rompieron a reír divertidos por las tribulaciones del diplomático que, horrorizado y sin saber qué hacer, miraba el frenético accionar de un pastor belga que, con los ojos desorbitados y la lengua afuera sodomizaba a su mascota. La “víctima”, por su parte, ante la implacable realidad, aguantaba a pata firme como si con él no fuera la cosa. Miraba a su señor con los ojos vidriosos. (En aquel momento comprendí la enorme importancia de la flema inglesa).
Por fin, del mismo modo repentino, terminó la cosa. Se acallaron las risas, desapareció el energúmeno y la gente regresó a sus cuchicheos. Pero el orgulloso inglés no quedó conforme. Con expresión indefinible y después de un despectivo escrutinio circular, disparó la barbilla por encima del hombro en un gesto inequívoco de damisela ofendida, y luego se marchó de allí, tirando del inocente animal, en tanto yo me convencía de que debe ser verdad lo que se dice.

5 comentarios sobre “Un perro con clase

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  1. Dicen que los perros son la viva imagen de sus amos y debe ser verdad. Los dichos populares suelen basarse, casi siempre, en algo verificable. Sirva como ejemplo lo sucedido con un magnífico ejemplar de Airedale Terrier que vi en una exposición canina hace años con su dueño, un embajador inglés.
    El animal, originario de la región inglesa de Yorkshire, lo mismo que su amo, era un macho joven de mirada inteligente. Se le notaba la fidelidad en la expresión cuando observaba a su dueño, era casi la misma que aquél utilizaba cuando hablaba del Imperio. Ambos tenían el cuello envarado y las orejas un tanto apantalladas según parece ser la tendencia de la Inglaterra actual.
    Animales de alcurnia, pensé yo.
    Los dos lucían barbas proyectadas hacia adelante confundidas con un mostacho oscuro, chaleco – el uno, natural sobre el pelambre hirsuto y el otro de impecable cachemir – y corbatín a juego. Ya por sí mismos, estos detalles, los distanciaban de los mortales corrientes.
    Tenían, además, una manera, especial, distante, de mirar a quienes les rodeaban que, si bien es una característica ancestral de ambas especies, también lo es de quienes están acostumbrados a ejercer la autoridad.
    Andaban a la deriva entre la concurrencia. Tanto el uno como el otro balanceaban la cabeza sin abandonar un acompasado y elegante portantillo que parecía ensayado. Iban como desdeñando vasallos. Los otros perros de menor alzada, las hembras de brillantes pelambreras y las señoras ataviadas para la ocasión, los observaban con respeto. Estaba claro que, amo y mascota, gustaban de hacerse notar. Yo no dejaba de mirarlos porque era una delicia observar tan singular elegancia.
    Y de pronto, en plena fiesta, ocurrió lo inesperado.
    Una sombra oscura, mastodóntica, huída a saber de dónde, se abrió paso entre la gente, saltó sobre la grupa del aristocrático can y se le abrazó a la cintura.
    ―¡My God! ¡My God! ―Gritó el embajador sorprendido buscando ayuda con los ojos y cubriéndose la boca.
    Algunos de los asistentes, asustados, se echaron las manos a la cabeza. Otros, en cambio, ante la escena rompieron a reír divertidos por las tribulaciones del diplomático que, horrorizado y sin saber qué hacer, miraba el frenético accionar de un pastor belga que, con los ojos desorbitados y la lengua afuera sodomizaba a su mascota. La “víctima”, por su parte, ante la implacable realidad, aguantaba a pata firme como si con él no fuera la cosa. Miraba a su señor con los ojos vidriosos. (En aquel momento comprendí la enorme importancia de la flema inglesa).
    Por fin, del mismo modo repentino, terminó la cosa. Se acallaron las risas, desapareció el energúmeno y la gente regresó a sus cuchicheos. Pero el orgulloso inglés no quedó conforme. Con expresión indefinible y después de un despectivo escrutinio circular, disparó la barbilla por encima del hombro en un gesto inequívoco de damisela ofendida, y luego se marchó de allí, tirando del inocente animal, en tanto yo me convencía de que debe ser verdad lo que se dice.

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