Apagué la luz del móvil y la volví a encender.
Esto de abrir y cerrar la pantalla del teléfono es una manía que me ayuda a ordenar las ideas y a encontrar las palabras apropiadas para expresarme.
Mi nombre es Francisco Almeida. Soy un pintor solitario que vive en un mundo de colores y, al decir de los estrafalarios amigos que me rodean, un cascarrabias. Al presente, ellos y yo preparamos juntos una exposición que nos lleva con el tiempo pegado a los talones. Pero la culpa de los retrasos no es mía sino suya. No siempre sus humoradas resultan oportunas. Cierto es que, a último momento, he querido presentar un cuadro fuera de programa, pero, aún así, podemos acabar a tiempo. La pintura que digo es una composición inspirada en el escaparate de un viejo anticuario de mi calle. Una obra para pensar. La idea se me ha ocurrido a fuerza de ver, día tras día, la mezcolanza de esa exposición que siempre me ha parecido la quintaesencia del «Cambalache» de Discépolo; un cúmulo de objetos dispares que se asemeja al caos de la vida. A mis amigos les digo, sin embargo, que lo importante es el enorme perro blanco que he pintado de espaldas al espectador, en el centro de la composición. El animal contempla la caótica vidriera como buscándole un sentido. Con esta imagen pretendo conseguir que el conjunto se exprese como una metáfora; una reflexión.
Lamentablemente, las cosas no han salido como las tenía planeadas. Me dejé llevar por mi inspiración irrefrenable y pinté, entre los objetos reales del anticuario, un reloj de cuco de color azul inventado por mí. Amanda, mi novia, iba a venir a visitarme cuando se me ocurrió la idea, de modo que hice lo imposible por acabarlo a tiempo para que lo viese. Quedó encantada. Tan original le pareció que me alentó a seguir incorporando objetos estrambóticos y hasta decidió quedarse a cenar conmigo para que los inventásemos juntos. Naturalmente, no lo hicimos. Pronto se nos ocurrieron otras cosas más divertidas en las que ocupar el tiempo y sus sugerencias quedaron postergadas.
Entonces comenzaron los contratiempos. A media mañana del día siguiente, Amanda, me llamó desde el bar donde trabaja y me dijo a bocajarro:
―¿Por qué lo has hecho?
―¿Hecho qué?
―Mentirme.
―¿Mentirte yo? ¿En qué? –Realmente estaba extrañado porque no tenía la menor idea de a qué se refería, pero no me aclaró nada. En cambio sí agregó una frase que me llenó de desconcierto: «Para acostarte conmigo no necesitas ser original, ya nos conocemos lo suficiente ¿Sabes?» Y luego me colgó como si, en verdad, la hubiese ofendido en algo.
Al principio, no supe a qué atenerme, pero reaccioné enseguida. No soy de los que se quedan con las cosas a medias, por lo que fui en su busca. En el trayecto me vi barajando posibilidades y haciendo conjeturas, pero, solo al pasar por delante del anticuario, deduje lo ocurrido. Un reloj de cuco déntico al mío, lucía, inconfundible, en el escaparate. La sorpresa me detuvo en seco. Estaba seguro de que aquel objeto había salido de mi imaginación, pero allí estaba, reproducido y, sin lugar a dudas, idéntico. Amanda lo habría visto y de ahí su disgusto. Tras cavilar sobre el fenómeno quedé tan confundido que, en vez de continuar mi camino, regresé a mi estudio.
Aquella mañana hice un verdadero esfuerzo para olvidar el misterio de la duplicación del reloj y sumergirme de nuevo en mi trabajo. Aunque me apremiaba el tiempo decidí centrarme en otro objeto inventado. Esta vez le tocó el turno a un bastón con dos empuñaduras, que era uno de los adefesios que se nos habían ocurrido durante la cena. En acabarlo debidamente ocupé casi dos horas y, al cabo, llamé a Amanda para contárselo. Pero, cuál no sería mi sorpresa cuando me respondió secamente.
―Ya lo sé, acabo de verlo en el escaparate.
Ahora sí, la cuestión me preocupaba en serio. Esta vez estaba seguro de lo inaudito que podía resultar una nueva coincidencia. Unas horas antes, podía jurarlo, nada que se pareciese a un bastón como el que había inventado figuraba en la vidriera. De ser cierto, era un misterio que debía ser aclarado. Por segunda vez, aquel día, volví al dichoso escaparate. Y allí estaba, en efecto, el mismo e idéntico objeto que había pintado una hora antes. Debo confesar que, al verlo, sentí una conmoción que me erizó el vello de la nuca y unas ganas inconfesables de salir corriendo me invadieron el cuerpo; pero, como hombre adulto que soy, superé estos impulsos y entré en el local. El sitio era tenebroso. La luz de la calle apenas penetraba algunos metros en la densa penumbra del local y no se veía a nadie. Ante mí, un pasillo largo y estrecho a cuyos lados se apilaban los objetos más dispares, conducía a las entrañas del establecimiento que no parecía tener final. Una especie de miedo visceral me alteraba el pulso. A medida que me internaba en aquel lugar de pesadilla los objetos que jalonaban mi recorrido se hacían más y más incomprensibles y yo lo observaba todo fascinado con ojos como platos…
―¿Buscas algo en especial? –dijo una voz a mis espaldas que me sobresaltó. De algún sitio había salido un tipo, más o menos de mi edad, que, con voz melosa y expresión aviesa, pretendía serme útil.
―¿Eres el encargado? –Reaccioné.
―Sí, ¿qué necesitas?
―¿Eres el que monta el escaparate?
―Sí, a veces. –Al darme la respuesta me miró de una manera rara, pero yo seguí en mis trece.
―Me refiero a si eliges tú las cosas que se exponen.
―Bueno, no siempre, pero, oye ¿a qué viene esto? ¿Quieres comprar algo o solo curioseas? –De pronto me sentí bastante ridículo, por lo que contesté:
―No, bueno, sí, quiero curiosear un poco. Soy del barrio y es la primera vez que entro en este sitio. ¿Puedo?
―Por supuesto. Haz lo que quieras, pero no toques nada. Si necesitas algo, me lo dices. Me llamo Pedro. ―Asentí con la cabeza para sacármelo de encima; por alguna razón, la cercanía de aquel tipo me producía repulsión.
No pensaba quedarme mucho rato de modo que a los pocos minutos lo llamé y le pedí que me enseñara el bastón del escaparate. Era una prueba. Lo que en realidad pretendía era que lo moviera del sitio para verificar, después, si mi cuadro sufría alguna variación. Sabía que era una idea estúpida, pero algo en mi interior necesitaba hacer la comprobación.
―¿De dónde es? –Pegunté. Creo que me dijo filipino aunque, realmente, no lo recuerdo con exactitud porque estaba más pendiente de que no lo devolviera a su lugar que de sus palabras. Me despedí abruptamente y me marché. Al salir, corrí a mi estudio con el corazón en un puño, levanté el paño que cubría la pintura esperando advertir algún prodigio y, como era de esperar, quedé decepcionado. Todo seguía tal como lo había dejado. Durante un buen rato permanecí sin saber qué hacer. Un sinfín de suposiciones me daban vueltas en la cabeza y las sienes me latían con fuerza. Me sentía incapaz de sacar conclusiones. Por fin, pero en mala hora, decidí retomar los pinceles. A mi alrededor, mis viejos trastos irradiaban mensajes cuyo código no conseguía descifrar y, desde algún rincón, me llegó el velado cascabeleo de unas risas. Solo alcancé a dar unas pocas pinceladas. Al manipular la paleta, un frasco de pintura se me escapó de entre los dedos y la totalidad del contenido se derramó sobre el cuadro. El desastre fue total. El perro y buena parte de la acera del escaparate desaparecieron de inmediato bajo una densa, brillante y viscosa mancha verde que comenzó a deslizarse en incontables y minúsculos regueros, hacia el suelo. Me quedé de una pieza ante el estropicio. No lo podía creer. Tardé varios minutos en asimilar que todo mi trabajo se había ido al garete y que cualquier intento de solución era tiempo perdido. Una vez más, las risas de mis amigos, me llegaron con claridad.
Debo decir que tengo una gran capacidad de recuperación. El daño era irreparable y aquel accidente daba al traste con mi pretensión de exponer una gran obra de modo que, con filosófica resignación, extendí un periódico sobre el piso para recoger las gotas que seguían cayendo y di por terminada mi jornada laboral. Ya no había nada más que hacer salvo pasar página. Mi chica y un plato de comida ocuparon de inmediato todo el vacío de mi horizonte. Cuando volví a la calle, los servicios municipales ya habían tomado la noche por asalto y el aire se había tornado húmedo y frío.
Llegué al bar de mi novia más rápido que nunca, tenía necesidad de verla, de contarle, de compartir con ella mi tristeza. Esperaba que se le hubiese pasado la rabieta. Lamentablemente, nada de esto ocurrió. Una cruel y fría realidad me estaba esperando para rematar el día y toda la ilusión acumulada durante el trayecto se derrumbó ante mis ojos como un castillo de naipes. Pedro, el del anticuario, y Amanda, en la barra, reían a carcajadas ajenos al mundo que los rodeaba. Él, de espaldas, no tuvo tiempo de verme; a ella se le congeló la risa. Todas las tribulaciones de aquel aciago día se agolparon en mi mente y una pátina roja me nubló los sentidos. Sin mediar palabra, hice girar a Pedro en su taburete y le descargué un puñetazo en plena cara. El cuerpo del tipo rodó a varios metros de distancia. A ella, simplemente, la miré con asco. Después, a paso ligero, desanduve el camino hasta mi casa mientras sentía cómo la furia me roía las entrañas. Otra vez me palpitaban las sienes y, mientras me las sujetaba con ambas manos, creo que lloraba. Así llegué a mi estudio. Una mano invisible me oprimía el pecho. Fui directo a la cocina. Recuerdo, vagamente, que sucumbí al más atávico de los instintos: el hambre, y me eché a la boca un trozo de queso endurecido que había en la nevera. Luego, mascando, me encaminé al salón y encendí la luz. Entonces los vi. Unos estaban sentados en el suelo junto al periódico y otros saltando o cuchicheando por los rincones. Todos, visibles y diminutos, divirtiéndose. La escena era fantástica. Los hombrecillos se movían como marionetas intentando arrancarme una sonrisa pero, a simple golpe de vista, se veía que habían tomado posesión de mis cosas. Nada estaba como lo había dejado. La enorme mancha verde que cubría mi cuadro había desaparecido casi por completo y lo único irrecuperable parecía ser el perro. ¡Esto es un prodigio!, exageré, ¡un portento! Todos los duendes a una, soltaron una carcajada cómplice. Yo también me eché a reír, pero reaccioné a tiempo:
―¡Oídme! ―dije alzando la voz― ¡Queréis callaros! ¿No sabéis que con mi vida no se juega? ―De inmediato se pusieron serios. ―Ya veo lo que estáis haciendo, vosotros estropeáis mis cosas y esperáis que luego se compongan solas. ¡Así no se comportan los amigos! ―Dije aquello porque sé que son sensibles y porque, de pronto, lo vi todo claro. Recordé, como en cámara lenta, el reflejo de las farolas de la calle esparcido por los charcos de la acera; los regueros de agua atropellándose en los sumideros; los empleados municipales con sus mangueras y el camión cisterna que acababa de dejar atrás ¡Habían lavado la calle! Por eso mi obra estaba tan aseada. ¡Claro como el agua! Así que no les di tregua.
―¡Ea, no pongáis esas caras que esto no es el fin del mundo! ―Lo expresé claro y alto― ¡Pero de momento se acabó la diversión! Ahora hay que ponerse a trabajar.
Seguramente, por primera vez aquellos pequeños diablillos escuchaban la palabra «trabajar», lo percibí en sus gestos y, como nadie se movió del sitio yo seguí.
―¡Lo que toca ahora es salir a la calle! ―Esto lo dije dando vueltas en torno al caballete y procurando no pisar a los que estaban en el suelo― ¡Tenemos que encontrar al perro verde! ―y señalé con el dedo la figura del cuadro.
Sé que no les hizo ninguna gracia que yo les hablara en ese tono porque, entre otras cosas, no están acostumbrados, pero en aquel momento me resultaba indiferente lo que pensaran. A medida que hablaba y controlaba la situación, me afirmaba en la conclusión de que, con su ayuda, aún podía acabar mi obra maestra. Por lo tanto les apreté las clavijas.
―¡Venga, poneos a trabajar! Después seguiremos jugando. ¿Lo comprendéis, diablillos? Si ahora atrapamos al dichoso perro verde que andará dando vuelta por ahí y le damos una buena ducha, habremos recuperado al perro blanco que habéis dañado con vuestras bromas. Así terminaremos el cuadro como es debido. ¿Lo tenéis claro? ―Algunos, tímidamente, dijeron que sí― Bueno, pues entonces, a moverse chicos. ¡Venga! ¡Vamos, vamos, vamos!
Después de aquella perorata, mis pequeños amigos salieron de estampida y yo, satisfecho, me concentré en la tapa de mi móvil: abrir y cerrar, abrir y cerrar… Como dije al principio, mi obra maestra aún puede terminarse a tiempo.