Voces para la paloma

PORTADARonda la Plaza de Mayo. Es joven, aindiada, con crenchas negras que la condenan a la indiferencia de quienes cruzan el atardecer porteño. Brillan sus grandes ojos. Sus pasos marcan un compás cansino sobre la gravilla de piedra hasta que se sienta debajo de un magnolio. Parece un ser solitario. Lleva un libro en la mano y mientras lo abre, unas palomas blancas se le acercan alentadas por su vocación de pedigüeñas.

—Voy a contar un cuento —les dice—, inspirado en un relato de esta obra…

Su voz firme contrasta con su aspecto de poquita cosa.

»… Que se titula “Muñecas[1]”, aclara, y que comienza así:

» … “Apagué la luz, el día había terminado. La imagen estaba impregnada en mis pupilas por lo que no necesitaba iluminarla para que siguiera presente y, casi sin quererlo, recayera en una vieja canción infantil: Tengo una muñeca vestida de azul”.

» A la protagonista de mi historia, agrega, la llamaremos Aurora.

Una mujer elegante, atraída por la voz de la lectora, se detiene a escuchar.

» Aurora, dice aquella, es una periodista que corre tras la noticia, que va en pos de los famosos y que busca entre los rostros de la calle al que le dará renombre. Pero una mañana, al entrar en su bar de siempre, descubre algo nuevo e inquietante…

Esto lo deja en suspenso para volver a la canción del libro:

» “Aquel fue un canto mecánico, sin sentido. La realidad pasaba de largo del entorno cercano. Mi cabeza llena de preocupaciones no distinguía un cambio en el paisaje. Todo era mi trabajo, mi desarrollo profesional. Mi, mi, mi…el resto podía esperar o no existir. Me daba igual. Qué importancia podía tener entonces el recuerdo de mis muñecas o la letra de una vieja canción, ninguna. ¡Qué equivocada estaba! Si el instinto es sabio y sabe cuándo se está en el peor de los peligros, el de perderse a uno mismo, yo atravesaba la cornisa. Ahora creo que hay algo o alguien que se da cuenta de que vas por mal camino, que necesitas abrir los ojos y entonces aparece…”

La mujer elegante, como si reconociese el texto, comienza a mover los labios. La joven, entretanto, continúa:

»… “Una permanente presencia reconvertida en paisaje imperceptible. Incoherencia de mi canto que se justifica en la sorpresiva atención que presto a un ovillo acurrucado justo al terminar la escalera del subte. Está rodeado de envases descartables, muestra de que alguien con algo de suerte ha podido degustar una golosina, una bebida, incluso un desayuno o un almuerzo ingerido en un viaje hacia el destino”.

La narradora vuelve a hacer una pausa.

» Lo que descubre la periodista es una niña que, arrojada como una inmundicia a la indiferencia urbana, duerme abrazada a una muñeca. Ella la observa desde la comodidad del bar; la visión es desoladora. Casi sin darse cuenta, compara la suerte de aquel pequeño despojo con el de la niña que aún perdura en sus recuerdos.

Frente a la narradora, en torno a la primera oyente, se congrega un grupo de curiosos. Algunos por ver a una indigente con un libro y otros, quizás, por el interés real de saber qué está diciendo.

» Aurora, con la nana rondándole la mente, sale del bar y se acerca:

» “Tengo una muñeca vestida de azul,

con sus zapatitos y su canesú,

La llevé al paseo y se me enfrió,

La puse en la cama con mucho dolor…”.

» La niña la mira indiferente. No entiende que a alguien pueda interesarle; solo piensa en proteger lo suyo y se aferra a la muñeca: un pedazo de plástico mugriento. Aurora no puede acercarse mucho: aquel animalito la detiene con su sola mirada.

» “Acordamos, o mejor dicho acordé, llamarla María, porque ella nunca contestó a ninguna de mis preguntas. A partir de ese encuentro, solíamos vernos todos los días”.

» Desde entonces, Aurora le lleva muchas cosas a María: golosinas, ropas, comida y, sobre todo, le habla, le habla mucho. La niña, aunque indiferente, toma cuanto le interesa, pero jamás tiende la mano cuando intenta cambiarle la muñeca por una de las que Aurora conserva desde su niñez. Sin embargo, una mañana, María ya no regresa…

»… “Hasta que dejé de extrañarla no dejé de preguntarme por dónde andaría”.

A medida que transcurre la lectura, el grupo de oyentes va creciendo y muchos parecen conmoverse.

» “Después de varios años, sigue el texto, volví a encontrarla en la misma boca del subte. La reconocí enseguida por los ojos… Seguían mostrando el límite de la impenetrable plancha de acero. Ya no llevaba muñeca, no. Tenía una cartera pequeña con un cordel que le cruzaba el pecho…”.

» La nueva María lleva una falda breve que apenas si le llega hasta el ombligo, una camiseta corta y ajustada y la cara cubierta de maquillaje barato…

» “Había pasado el tiempo para mí y también para ella. El reencuentro ya no me llevó a la vieja nana: canté distinto: ´Parece una atorranta cuando canta, parece saber todo de la vida, pero no es lo que parece, es una gata herida´[2]”.

Y cuando la narradora dice para concluir:

» Aquella mirada de mujer con suerte solo supo ver a una atorranta[3] y la esquivó temerosa. No alcanzó a comprender que el aliento y la confianza que vertiera en sus oídos la habían ayudado a superar su triste realidad. ¡Pobre Aurora!: se alejó con miedo por no saber qué decirle. María, sin embargo, la sigue buscando, incansable, para darle su verdadero nombre en tanto le cuenta al mundo la historia de su heroína».

La mujer que escucha, la misma que al poco tiempo del frustrado encuentro emprendiera el viaje sin retorno, se aleja, feliz, hasta fundirse en al cálido anochecer de Buenos Aires.

[1] Texto adaptado de la desaparecida periodista argentina Haydée Guzmán.

[2] “La gata Varela” canción de Cacho Castaña

[3] Mujer de la calle. No necesariamente, prostituta.

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