El ninot Nº 7

HogueraEste es un relato cierto y verdadero. Tan verdadero y tan cierto como que, algún día, dejará de ser cuestión de escritores para formar parte de los escrupulosos textos de la historia y, también, de las ciencias naturales.       Los hechos que contiene esta narración son precisos e incontestables, pero es posible que, aún así, lo de la ilustración académica se demore un tiempo. Por eso recurro a esta crónica indocta; un simple alegato que cuenta la intervención desafortunada de un G.V.I. y su efecto en la breve existencia del ninot Nº 7. El uno y el otro, como ya dije, reales como la vida misma.                                                                                                                                           Los corpúsculos G.V.I. son, fundamentalmente, partículas casi invisibles que se mueven erráticas a nuestro alrededor. Son difíciles de localizar a simple vista y constituyen un eficaz instrumento de la madre Naturaleza para Generar Vida Inteligente a partir de la materia inerte..
Afortunadamente, estos corpúsculos, son de difícil actuación ya que duran un instante y en tan breve lapso de existencia tienen que concurrir un sinfín de circunstancias para tornarse eficaces. Esta es la única razón por la que no alteran nuestra vida cotidiana. De otro modo surgirían tantas colonias animadas por su culpa que viviríamos en un caos, tropezando y pidiendo perdón a diestro y a siniestro. Sería un no vivir. En este sentido, la naturaleza es sabia.
Existe constancia documental de dos acontecimientos en los que la intervención de un G.V.I. ha sido determinante. El primero, en el Jardín del Edén al principiar nuestra existencia como especie: allí cobró vida un pedazo de barro revirtiéndose en hombre. El segundo, en el taller del bueno de Gepetto, mal llamado el padre de la criatura, con Pinocho haciendo lo propio. Ambos hechos, como se sabe, fueron muy difundidos. Es historia. Y por eso, por ser historia, se ha creído erróneamente y a pié juntillas que estos sucesos fueron únicos e irrepetibles. Pero no es así. Hubo una tercera vez. Esa tercera vez es la que vengo a relatar. La vez en que la diosa Fortuna le otorgó el preciado don de la inteligencia al ninot Nº 7.  Fue un caso sin trascendencia que, sin embargo, a mi me quitó el sueño en su momento y lo sigue haciendo al día de hoy porque, desgraciadamente, fui testigo de los hechos.
Ocurrió hace algunos años, unos pocos años, cuando aún vivía don Pablo y, ni Emilio, ni Patricia, pensaban en casarse todavía.
Antes de abordar el asunto debo recordar que, efímeras donde las haya, los ninots son esas criaturas de cartón piedra concebidas para alimento de las llamas en las hogueras de Alicante. Efímeras digo porque apenas viven un año (lo de vivir es una licencia para incondicionales) y desaparecen en pocos minutos entre fuegos de artificio y festiva algarabía. El ninot Nº7 fue, en este sentido, una excepción.
Cuando lo vi por primera vez sobre el papel, el tal ninot, al igual que todos los demás ninots de aquellas fiestas, era una caricatura de la vida real, un ser extraño mitad persona mitad pavo real, que iba muy bien con la sátira ideada por don Pablo.
 Merced a la evolución del encargo el muñeco fue adquiriendo cada vez mas y mas jerarquía hasta convertirse en una mole fundamental de metro ochenta de altura. Representaba a un joven y apuesto arquitecto municipal, subproducto imprescindible de la época, al que no le faltaban: ni el casco blanco, ni la barba a medio rasurar. Aprendí a reconocerle enseguida por ciertas analogías que fijaron mi atención.
Por razones de puro arte y mucho oficio don Pablo había alzado la estructura del monigote en uno de los ángulos menos transitados del taller y debajo de una gran claraboya transparente. Estaba claro que quería recrearse en los detalles.
A través de los cristales se colaban no solo el sol del mediodía sino, también, el fulgor de las estrellas y el reflejo de la luna por las noches. Las claraboyas son para eso, para que pase la luz, se renueve el aire y entre, si tiene que entrar, la energía cósmica de la inspiración celeste cuando de arte se trata.
Así fue que, merced a esta circunstancia de libre tránsito, una noche pasó lo que tenía que pasar: Emilio, el ayudante de don Pablo, olvidó cerrar uno de aquellos cristales del techo y se marchó a casa. Este hecho que, en circunstancias normales, no tendría importancia, en esta ocasión, fue determinante. Un peregrino G.V.I. se coló por el hueco al mismo tiempo que una fina llovizna extendía sobre la estructura terminada una dañosa humedad.
El corpúsculo, por obra del más puro azar, y gracias a que dio de lleno en el extremo del alambre que sujetaba al ninot, hizo su labor. Con una leve vibración detectó las condiciones favorables de aquella especie de antena y la reacción se produjo de inmediato: una intensa corriente de energía se extendió por el cuerpo blanco. La superficie entera se contrajo. Se cerraron de inmediato las pequeñas grietas y los poros. Se anegaron de energía los canales diminutos y hasta entonces muertos de la madera. Se soldaron las piezas inconexas y se iluminó la altiva cabeza del muñeco desprendiendo un ligero destello azulado.
El fenómeno, apenas si duró un instante. Eso fue todo y, sin embargo, fue bastante para que se consumara un prodigio; el ninot Nº 7, desde aquel mismo momento, fue poseedor del don de la vida inteligente.
El muñeco despertó, como es de esperar que despierte un muñeco que jamás tuvo conciencia de estar dormido: estupefacto. El mundo en sombras no le dijo gran cosa, aunque excitó de inmediato su natural curiosidad. Las formas de los otros ninots y las figuras colgantes cautivaron su atención. Le rodeaba el silencio más absoluto así que pudo concentrarse a sus anchas. No tenía más recuerdos ni vivencias que las impuestas desde el más allá a su nueva condición; todo resultaba nuevo y fascinante. Carecía además, como cualquier otro recién nacido, de la más elemental idea de estar vivo. En fin, era, por decirlo de algún modo, como un libro en blanco esperando letras…
Conocimiento e Inteligencia son, en realidad, cosas bien distintas. Nadie nace aprendido por muy inteligente que sea y mucho menos un ninot que ha venido a este mundo por caprichos del azar o, si se prefiere, por generación espontánea. No es de extrañar entonces que, por la mañana, al ver las extrañas criaturas que se le acercaban, sintiera más curiosidad que recelo.
La auténtica novedad, en aquel escenario quieto y silencioso  fue, para él, el movimiento. El muñeco, desde luego, no podía moverse (ya lo había intentado) y aunque esto llevara implícita cierta contrariedad, se le pasó enseguida como se nos pasa a todos el impulso de hacer lo que no es propio de nuestra condición.
Las criaturas, Patricia y Emilio, ayudantes de don Pablo y medio-novios entre sí, pasaron conversando y riendo junto al ninot sin prestarle la menor atención para perderse, a poco, en la trastienda del taller. El muñeco, por su parte, registró por vez primera las alegres vibraciones de la voz humana.
A partir de entonces el aprendizaje resultó para el monigote un alegre ejercicio. Aprender se convirtió en su mayor obsesión y en su única y principal apetencia. Ayudado por su inteligencia natural y abocado al sólo arte de adquirir conocimientos no es extraño que avanzase con pasos de gigante en tan difícil empeño.
Cuando yo volví a verle, después de algunas semanas, advertí un cambio sutil en el muñeco. No sé decir en qué consistía. Tal vez un leve resplandor. Nadie más, quizás por el contacto diario, lo había notado. No quise ahondar en el asunto. Pensé, quizás, que me estaba obsesionando el marcado carácter petulante que le estaban dando al personaje.
El ninot, por entonces, ya era un experto en el arte de seleccionar los datos que  llegaban a sus ávidos sentidos. El saber le alcanzaba por boca de los jóvenes que, a escondidas, eran capaces de alternar el diálogo insustancial de dos colegas con el apasionado idioma de los enamorados. La existencia del monigote, en aquellos meses fue un verdadero hervidero de sensaciones y aconteceres.
Aprendió a razonar y a meditar, A quedarse solo y a esperar la llegada puntual de la mañana. Aprendió a distinguir lo animado de lo inerte, la luz de la oscuridad y hasta lo bueno de lo malo. Conoció además casi todo lo que debía conocer sobre sí mismo: que se llamaba el ninot Nº 7 y también “el arquitecto”, que era hermoso y, también, que su destino era llegar al día de los fuegos. Nadie se entretuvo en explicarle, por supuesto, lo que significaba la palabra fuego. Dedujo por su cuenta que se trataba de un premio, un gran regalo, y que, por alguna razón, le pertenecía por derecho propio.
El poderoso G.V.I. que le había concedido la conciencia se rebelaba tan eficaz como lo habían sido sus predecesores. El resultado, seguramente, habría derivado en una nueva y talentosa especie si el destino y las circunstancias de aquel prodigio no hubieran sido tan precisos y determinados.
Estuve presente el día que se lo llevaron. Estaba radiante. Patricia le había quitado el polvo por última vez y le había acariciado el rostro con sus pinceles suaves como la brisa del mar. Casi nadie dudaba de la calidad de aquella obra que brillaba con luz propia entre todos los muñecos. De más está decir que los miembros del taller se mostraban eufóricos y satisfechos con su labor.
No creí que fuera el momento de decirles nada y mucho menos que pensaba que era un ejemplar vivo, único e irrepetible, camino de la muerte. Hasta yo mismo recapacitaba, entonces, que mi certeza era bastante disparatada.
El ninot, por su parte, se marchó tranquilo. Era el centro de todas las miradas cuando le plantaron en la plaza. Todo era tal como había supuesto. Pensaba que había llegado el momento de su consagración y el tan ansiado día de conocer el fuego, su preciado galardón, al que imaginaba de mil formas diferentes… Todo su ser latía al son de la música y de la fiesta.
Los miembros de la Junta, llegado el momento, le evaluaron. Comentaron varias cosas por lo bajo. Hablaron de realismo, de fuerza vital y de arte sin saber, naturalmente, que el ninot casi les entendía palabra por palabra. Definieron su gracia, su porte y algunos tecnicismos para marcharse luego con la satisfacción del deber cumplido.
El ninot Nº 7 supo, antes que nadie, antes que don Pablo, antes que yo mismo que estaba atento a cada uno de sus innumerables reflejos, que era el mejor de todos los ninots de aquel año. Así que aquella tarde, con magníficas razones y concienzudo juicio, le indultaron.
El muñeco no se enteró de nada, por supuesto, hasta que volvieron a subirle a un camión para llevarle lejos. Alguien dijo que se había salvado del fuego, pero él no supo entender el comentario. De repente, cuando menos lo esperaba, le arrebataron de un plumazo toda su ansiada gloria y más tarde, ya avanzada la noche, cuando aún se oían distantes las risas y la música, le devolvieron al silencio de sus pensamientos. Le dejaron en el museo de los indultados y allí lo abandonaron, probablemente para siempre. Se quedó junto a otros ninots, tan triunfadores como él, que dormitaban la merecida paz de los campeones.
Hasta aquí mi relato; casi todo mi relato.
Don Pablo murió al poco tiempo de estos hechos y me quedé sin su sonrisa socarrona y sin oyente. Los ayudantes, Emilio y Patricia, se casaron y se marcharon a vivir su vida lejos de Alicante. Y yo, permanecí en una certeza que me hace acudir cada dos o tres meses al museo para ver al ninot Nº 7. Llevo la secreta esperanza de encontrar respuestas. Pero en su lugar descubro, cada vez, un ser más deslucido y más triste. En lo esencial parece ser el de siempre: la quintaesencia de la superioridad y del desdén, pero en el fondo sé que no lo es.
Acudo a verle, como digo, también para darle consuelo; porque me apenan las lágrimas que le brotan sin parar de los ojos de cartón y que la gente aplaude como un logro del artista.
Puedo hacer poco por él más allá de lo que hago; visitarle, hablarle por lo bajo sin que se note y repetir a quienquiera que me escuche que este relato es “cierto y verdadero” para que alguien se tiente y se acerque a comprobarlo.
Pero, no sé… Yo también necesito descansar, dormir un poco, olvidar esta pesadilla del ninot Nº 7 y de su desgraciada vida inteligente…
Mi único consuelo a estas alturas es que conozco el camino de la tranquilidad y del olvido. Aunque sea absurdo comentarlo. Grotesco tal vez. Pero sé que para explicarle de una vez lo que es el fuego me basta con encender una cerilla ante sus ojos y después, acaso como alivio para ambos, con la insignificancia de un descuido…

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