Alicante despertó sombría, aromada de algas y agitada por un aire salobre y pegajoso con promesas de lluvia. No era día para salir de patrulla. El inspector Guardiola, que tenía su despacho en la comisaría de la calle Pascual Pérez del lado de la fachada oscura, trataba de descubrir el color verdadero del cielo desde su ventana. En los días grises, la oficina se volvía triste e inhóspita, pero representaba un refugio seguro para sus huesos artríticos.
Quien recibía las visitas de la calle era el sargento de guardia y por eso se anunció desde la puerta del despacho con un leve toque de nudillos, para decir que un joven preguntaba por el responsable de la investigación del metro.
Tampoco era día para eso. El asunto del metro estaba zanjado para la policía desde el mismo momento en que metieran en una celda al marido de la víctima: un tipo retorcido y maligno que se empecinaba en negar la evidencia de los hechos. A pesar de ello, el inspector, que era muy mirado en su trabajo, accedió a recibirle.
―Dígale que pase.
Guardiola no era amigo de perder el tiempo. Pero, minucioso y práctico sí que era y por ello procuraba conocer de primera mano todo lo que se cocía en torno a sus investigaciones. Nunca desdeñaba atar cabos sueltos que, más de una vez, le habían deparado sorpresas. Íntimamente, sin embargo, sabía que atender al visitante, en este caso, era una excusa para no exponerse a la humedad de la calle. Al crimen del metro no le quedaban cabos sueltos. El marido encarcelado, fingiendo un descuido, había empujado a su mujer al paso del metropolitano en la estación de Marq delante de un montón de gente y ésta, contra lo que cabía esperar, indignada por la vileza, lo había retenido con valentía hasta la llegada de la policía. Un caso claro de homicidio zanjado en el mismo escenario de los hechos.
Cuando la puerta del despacho volvió a abrirse para recibir al visitante, el oficial ya estaba sentado a su mesa enfrascado en sus papeles.
El recién llegado resultó ser un muchacho con expresión de haberse equivocado de sitio, muy pálido y que andaba encorvado sobre un par de muletas un poco cortas para su estatura. El joven, después de entrar en la oficina, se detuvo indeciso ante el escritorio del inspector.
―Me ha dicho el sargento que quieres verme.
―Sí, señor, me llamo Carlos Alemany.
―De acuerdo, siéntate y dime…
Probablemente, en razón de su cargo o de la edad o de ambas cosas a la vez, la voz del inspector Guardiola adoptaba para las entrevistas el tono seguro, directo y seco de la autoridad.
―¿De qué se trata?
Al principio, la voz del visitante sonó indecisa como esas que obligan a fruncir el ceño para entender lo que dicen, pero luego se hizo firme y el chico expuso los motivos de su visita. En síntesis, venía a decir que el detenido era inocente y que la mujer se había arrojado a las vías por propia voluntad.
―¿Aunque los testimonios indiquen lo contrario? ―Preguntó Guardiola y sus palabras sonaron sin pizca de ironía. El chico no se desalentó.
―Yo también he sido testigo presencial ―dijo.
Las muletas apoyadas contra el canto de la mesa justificaban la inseguridad del muchacho. La decisión de contar lo que sabía le había rondado la mente desde la tarde anterior picoteándole el ánimo como una bandada de cuervos. Ahora, sin embargo, hablar de suicidio bajo la fría presencia de la policía, se le antojaba arriesgado y poco convincente. Le costaba sostener la mirada de su interlocutor.
―Vamos a ver. Dices que cuando se soltó del brazo del marido éste trató de detenerla y que el gesto confundió a los testigos.
―Sí, ocurrió así.
―Y, yo te pregunto, ¿no has podido confundirte tu? ―Era una pregunta obligada― ¿Sabes que cuatro personas han declarado haber visto cómo la empujaba?
―No, no lo sabía, pero lo imagino. Por eso estoy aquí, Para que no se cometa una injusticia. Ni siquiera con un cerdo como ese que merece mil veces todo lo que le ocurra.
El comentario no fue del agrado del inspector. Todo el mundo se creía autorizado a opinar sobre el trabajo de la policía como si este fuera cuestión de adivinanzas o de simpatías personales o de crédito a pie juntillas de la versión de cada quien. Por pura estrategia Guardiola se levantó de la silla y se acercó a la ventana para observar el tráfico. Algunos vehículos ya traían y llevaban las primeras gotas de lluvia.
―No te preocupes por eso ―dijo decidiéndose de pronto― aquí tratamos de no cometer errores. Debes saber que los cuatro testigos, dos hombres y dos mujeres, han coincidido en su relato casi palabra por palabra y ésa será una verdad incontestable para el juez. ¿Qué te hace pensar que tu versión parecerá mas cierta?
―Las palabras de la propia víctima ―dijo el joven―. Cuando pasó por mi lado, la mujer me dijo una frase que quiero que conozcan usted, el juez y todo el que deba conocerlas… Para mí, por extraño que pueda parecer, son una evidencia. Pero, serán ustedes los que juzguen…
El policía, intrigado, volvió a ocupar su sitio al otro lado de la mesa. Afuera resonó un trueno largo que venía del lado de levante y Guardiola lo sintió repercutir en sus rodillas. Algo le decía que debía escuchar al chico.
―¿Cuántos años tienes, hijo?
―Veintidós
―¿Veintidós? Mira por donde, yo tengo una hija de tu misma edad. ―El tono de voz del policía había cambiado súbitamente; ahora era suave, paternalista y un poco cómplice. El joven lo miró extrañado―. Te digo esto para que entiendas que poseo cierta experiencia con los jóvenes de tu edad. Algunas veces, cuando converso con ellos me cuentan su visión de las cosas tal como las ven y ¿sabes qué?, casi siempre, lo que ellos entienden como absoluto yo lo veo relativo. Pero no me llama la atención, es natural ¿no crees? Es la ley de la vida. ―El muchacho no sabía a qué venía aquel montón de palabras, aunque temió lo peor. A continuación, Guardiola, retomó su tono de siempre―. En un asunto policial, sin embargo, las cosas no funcionan según la ley de la vida. Esto es diferente. Las cosas son lo que puede demostrarse, caso contrario no significan nada. Una palabra equivocada lleva por caminos equivocados y eso significa enormes pérdidas de tiempo. No es lo mismo decir «me dijo» que «creo que dijo». Así que vamos a hacer una cosa, te concedo diez minutos para que me expliques lo que has visto u oído. No quiero que especules, ni supongas, ni interpretes nada por tu cuenta; eso lo haré yo. ¿Te parece bien? Y, finalmente, recuerda que estás aquí porque lo has decidido tú. Era evidente que el inspector, trataba de evitar que el chico se metiera en camisa de once varas ―. ¿Vale?
―Vale.
―Bien, ahora cuéntame qué es eso de que la mujer te habló. Dime que es lo que dijo y porqué crees que te lo dijo a ti… convénceme… es tu oportunidad…
El oficial, mientras hablaba tenía la mirada clavada en los ojos del chico y así la mantuvo durante algunos interminables segundos. Luego, suavizando el gesto, hizo un ademán imperceptible invitándole a explicarse.
―De acuerdo, inspector, pero antes debo contarle algo que pasó el día de mi accidente o no se entendería…
El oficial no esperaba que hubiese ningún hecho encadenado así que alzó las cejas en señal de sorpresa, pero aceptó.
―Tu sigue, no te preocupes.
―Hace cuatro meses, yo tenía prisas por llegar a la Plaza de los Luceros donde me esperaba mi novia y decidí coger el metro en la estación de Marq porque llegaba tarde. Podía haber ido andando; solo son cinco minutos, pero acababan de prolongar el TRAM precisamente hasta Luceros y pensé que si lo hacía en tren conocería la nueva la estación y el retraso sería menor. Era como matar dos pájaros de un tiro.
El policía hizo una reconstrucción mental de las fechas sin interrumpir el relato. La apertura de la nueva estación había sido, efectivamente, muy publicitada…
―Iba pensando en mis cosas ―decía el chico en ese momento― y por eso cruce la avenida Jaime II a la carrera y no vi el coche que bajaba la cuesta del hospital, aunque creo que aceleró para anticiparse al semáforo y por eso me llevó por delante…
Fuera de la comisaría, la gente corría a protegerse de la lluvia bajo los altos balcones del edificio de enfrente. Cada cual resguardaba como podía sus pertenencias. El aguacero se había derrumbado de repente sobre la ciudad cubriéndola de un brilloso celofán.
―Por favor, muchacho, limítate a los hechos.
―Vale, de acuerdo. Como le decía, el coche se me vino encima, me dio con el parachoques en la pierna derecha y me arrojó de cabeza a varios metros de distancia. Recuerdo el grito de la gente y el frenazo…
El joven rememoraba lo ocurrido sin desasosiego; como si el accidente en sí no fuese lo importante. Buscaba las palabras con cuidado antes de pronunciarlas y procuraba utilizar las más apropiadas y precisas. Necesitaba ser riguroso.
―Recuerdo que después del golpe dejé de ver las luces y de oír los gritos y todas mis sensaciones se fueron alejando como un eco. No quiero ni imaginar el espectáculo; mucha gente habrá pensado que me habían matado. Afortunadamente no fue así; aquella sensación de ausencia y de abandono se me pasó enseguida y a los pocos segundos me incorporé como si nada…
El policía creyó necesario meter baza y con cierto paternalismo dijo:― ¿Sabes que eso no has debido hacerlo. Tendrías que haber esperado al reconocimiento médico antes de moverte.
―Lo sé, pero ya le dije que me obsesionaba mi cita y por eso pensé que tenía dos opciones: o me quedaba en el sitio hasta que ustedes llegasen en cuyo caso la que me mataba era mi novia o me marchaba zumbando. Piense que me sentía bien y que creí que el golpe, aunque aparatoso, no había sido grave. En síntesis, que sin pensármelo dos veces, me largué hacia la estación…
El oficial no daba crédito a lo que estaba oyendo.
―¿Y el coche que te atropelló? ¿Y la gente?
―No tengo la menor idea… supongo que todo se arreglaría por si solo.
Al oír la respuesta, Guardiola recordó una de las mas peregrinas y habituales contestaciones de su hija Laura: «papá, lo primero es lo primero» y en su fuero íntimo tuvo una sensación extraña: se imaginó a si mismo justificando aquella entrevista a los contribuyentes.
―Vale, de acuerdo chico, continúa. ―Dijo la frase con resignación mientras miraba hacia otra parte.
El muchacho, entretanto, ajeno a las impresiones negativas que provocaba en su interlocutor, hacía sus propias maquinaciones. Pensaba que había detalles que no debía revelar antes de tiempo. Su intuición le avisaba que el oficial podía reaccionar de mala manera y dar por acabada la entrevista.
―Sé que le estoy robando mucho tiempo, inspector; trataré de abreviar.
―No te preocupes por eso, hijo, tu sigue a tu aire…
El joven retomó el relato con un temor respetuoso:
―Cuando llegué al andén, no me pregunte cómo, había unas ocho o diez personas apiñadas al borde de la plataforma. Esto me llamó la atención porque el lugar se encontraba desierto y ellos se amontonaban como si les faltase sitio. Sin embargo, cuando me acerqué, mecánicamente, hice lo mismo; me adosé al grupo como una lapa. Entre ellos, medio sofocada, estaba la quiosquera…
El chico pronunció la última frase consciente de que provocaría una reacción. Era la primera mención que hacía respecto al asunto que le interesaba al otro.
―¿Quién?, ¿la muerta? ―El inspector no pudo evitar el exabrupto.
―Sí, la misma ―contestó el chico pensativo sin darse por enterado del impacto que producían sus palabras―, solo que entonces yo ignoraba aún quien era ella. La reconocí después, cuando se sentó a mi lado.
Ahora, Guardiola, volvía a prestarle atención.
―En cuanto me uní al grupo llegó el tren, silencioso como una sombra. Era de un solo vagón y se detuvo justo ante nosotros con las puertas abiertas de par en par así que entramos todos a una, como autómatas. Una vez dentro, nos dispersamos para sentarnos libremente; estaba completamente vacío.
―¿Vacio?
―Si, vacío, también a mi me sorprendió; usted sabe que los trenes que llegan a Marq van y vienen de la costa repletos de gente, pero yo no estaba para analizar prodigios; empezaba a sentirme confundido…
El policía observó una vez más el rostro demacrado y la mirada perdida de su interlocutor.
―¿Y qué pasó luego? ¿Cuándo reconociste a la mujer?
―La identifiqué enseguida. La había visto muchas veces en el quiosco del hospital, pero hasta que no se fijó en mí no le presté atención; estaba fuera de contexto. Su cara, recuerdo, tenía una expresión triste, amargada, atormentada por una pena honda y ahora, con lo que sé, ya no me extraña.
―¿Qué es lo que sabes?
―Que tenía muchos problemas en su casa, con su marido y con su hijo… Mas adelante, me enteré también que había intentado quitarse la vida arrojándose al mar más allá de la rompiente, y que unos pescadores la rescataron medio muerta.
―¿Cuándo has oído eso?
―Hace muy poco. Es algo que se comenta en el barrio…
Muy a su pesar, el inspector, se sentía intrigado por la historia. En la calle, mientras tanto, el cielo persistía en su empeño de lavar el mundo y esto, después de tantos meses de sequía, constituía una deliciosa novedad. Un trueno lejano llegó desde el mar para ratificarlo.
―¿Hablasteis durante el viaje?
―No, ella fingió no conocerme y yo tenía otras cosas que pensar…
Guardiola, pensativo, se pasó la lengua por los labios y pareció recordar que necesitaba beber algo caliente así que dijo, sin venir a cuento:
―¿Quieres un café? ―El chico negó con la cabeza―. Yo, si me perdonas, sí lo necesito. ―Y dicho esto, se puso de pie disimulando el leve dolor de sus rodillas y se dirigió a la puerta―. Vuelvo enseguida.
El joven no agregó nada. En realidad, se veía a las claras que continuaba hurgando en su memoria y estaba en otra parte. El policía salió de la oficina para regresar a los pocos minutos con dos vasos de agua y un café. Volvió a sentarse delante de sus papeles.
De inmediato, el joven retomó el relato:
―Cuando el vagón se puso en movimiento ―dijo― sentí que la confusión que había comenzado a notar antes del viaje se hacía cada vez mas profunda. Era como si me hubiese vuelto hipersensible y notase un desorden inusual en las cosas que me rodeaban… No sé bien cómo explicarlo.
―Seguramente, el golpe empezaba a hacer su efecto. Ya te dije que has debido esperar la llegada del médico o haberte acercado al hospital, lo tenías al lado…
―No sé, tal vez fuera eso, pero era una sensación muy rara. Como estar fuera de sitio. Mi atención saltaba de un lado a otro y en todo lo que miraba notaba un desajuste. Como si fuese un espectador metido dentro de una mala representación. Los pasajeros parecían actores de una comedia. Malos actores, se entiende. Se les notaba la vena amateur. Yo hice teatro hace algunos años y sé de qué hablo…
A Guardiola se le antojó, de repente, que el chico estaba haciendo una reconstrucción excesiva de algo tan trivial y sencillo como es un viaje en metro. No sabía qué pensar.
―Eso que dices no queda nada claro ¿sabes? ¿Tratas, acaso, de darle dramatismo a tu relato? ¿O simplemente es tu vena de cómico?
―No, no creo que sea nada de eso. Solo trato de explicarle que no era un viaje corriente. ¿ A usted no le ha pasado nunca?
―¿Si me ha pasado qué?
―Que le llame la atención una cosa que ve todos los días y de pronto le resulte desconocida.
―No, creo que no.
―Seguramente sí le habrá pasado, pero no ha caído en ello. En mi caso noté que los sonidos del metro, ese rumor peculiar que producen las ruedas metidas entre los raíles, mezclado con el murmullo de las personas y el balanceo de los pasamanos, sonaban diferente.
El inspector hubiese preferido que el chico se fuera menos por las ramas. Toda aquella palabrería sobre sensaciones, emociones y cuestiones ajenas al asunto se le estaban atragantando. Solo por evitar los pinchazos de las articulaciones se mantenía sujeto a la silla.
―Chico, creo que si no vas al grano vamos a tener que dejarlo.
―Ya termino inspector…
―Quiero saber lo que tengas que decirme sobre la quiosquera y lo que se relacione con el homicidio. ¿Ella te dijo algo? ¿Hizo algo que te hiciera suponer algún peligro? Por favor entiéndeme, tengo trabajo.
―Sí, Claro que lo hizo. Lo hicimos juntos…
Sobre la mesa, el café, ya se había enfriado sin que nadie lo probara. El policía se quedó esperando.
―Usted sabe que la distancia entre Marq y la estación del Mercado es muy corta, se llega en pocos minutos, pues bien, de pronto caí en la cuenta de que hacía un buen rato que viajábamos y que el tren no mostraba signos de llegar a ningún sitio…
―Oye, eso suena muy misterioso, pero creo que no me has entendido… No me interesan las…
―…Y entonces noté que la quiosquera estaba lagrimeando con la mirada perdida en el vacío.
―¿Lagrimeando?
El inspector volvió a guardar silencio y a esperar.
―Si, pero en el momento en que iba a interesarme por ella y a preguntarle si podía ayudar en algo, de la cabina del conductor salió un personaje estrafalario, un hombrecillo delgado, de nariz regordeta y expresión de cómico de feria que se dirigió directamente hacia nosotros. Tenía la mirada clara, la frente amplia y despejada y el ceño fruncido. Parecía enfadado por algo y me miraba directamente a los ojos…
―¿Lo conocías?
―No, para nada…
La atención del joven se apartó, momentáneamente, del rostro de Guardiola y, por primera vez, se concentró en la oscuridad de la ventana. La lluvia comenzaba a amainar. Tal vez, el cielo, daba por alcanzado el objetivo de mantenerles platicando cara a cara.
―¿Qué quería de ti?
―De nosotros ―corrigió el chico― también se dirigió a la quiosquera cuando habló y fue terminante; «Debéis bajaros aquí, los dos…». Yo no tuve valor para cuestionarle la orden, pero la mujer fue mas valiente así que preguntó «¿ Aunque no quiera ?». «Sí, aunque no quieras». «Pero… es que necesito seguir» «Lo sé, pero no puede ser. Todo debe ocurrir en su debido tiempo. Ahora debéis bajar». Entonces, la quiosquera, cedió de mala gana.
―¿Y que pasó luego?
―Poca cosa. El tren se detuvo en la estación del Mercado. Se abrieron las puertas de par en par ante un grupo de personas, lo mismo que en Marq y yo, confuso como estaba, no lo pensé dos veces, me puse de pie y me dirigí a la salida. La quiosquera me siguió y creo que continuaba llorando. El grupo del andén, para mi sorpresa, se dividió en dos y nos dejó pasar. Mientras tanto, el resto del pasaje nos miraba con indiferencia desde el interior y cuando estuvimos en el andén, volvió a lo suyo.
El rostro del oficial escuchaba el desenlace del viaje con expresión insondable. Sonaba todo muy surrealista y sin sentido. Maquinalmente extendió la mano hacia la tacita del café y dio un ligero sorbo que le supo a rayos.
―¿Eso es todo?
―En cuanto al viaje, sí. El tren se marchó y nosotros nos quedamos solos en el andén desierto. La quiosquera permaneció mirando como se alejaba y de pronto dijo a mis espaldas: «esto no es justo, señor, esto no es justo» y yo perdí el conocimiento.
―¿Te desmayaste?
―Sí. O al menos eso parece. Cuando volví en mí estaba en una sala del Perpetuo Socorro, habían transcurrido dos días desde mi accidente y, a mi alrededor, mi madre, mi novia y una enfermera hablaban en voz baja. Mi madre tenía los ojos rojos y húmedos y daba gracias a Dios con su rosario entre las manos.
―En la oficina se hizo un repentino silencio. El oficial, con el ceño fruncido y gesto preocupado abandonó la silla por enésima vez sin decir palabra. Estaba desconcertado. Afuera la lluvia había cesado y el tímido resplandor de la mañana comenzaba a alegrar la larga fila de coches aparcados.
―¿Eso es todo lo que has venido a contarme sobre la víctima?
―No, todo no, pero quería que conociera estos detalles antes de contarle el resto. Cuando desperté conocí otra versión de los hechos: una ambulancia me había recogido del lugar del primer accidente, me habían llevado inconsciente al hospital y me habían ingresado con dos costillas astilladas y la tibia derecha partida en tres pedazos…
Al oír estas palabras el inspector Guardiola se volvió con el rostro crispado haciendo gala de su mayor autocontrol para no reaccionar intempestivamente.
―¿Y tú que has pensado cuando te contaron esto?
El chico guardó silencio. Era consciente de lo que acababa de decir y de que, con sus palabras, borraba de un plumazo todo el relato anterior.
―Que mi subconsciente me había gastado una jugarreta.
―Es decir que lo habías soñado, que toda esa historia del viaje en metro no era mas que una puñetera pesadilla.
―Algo así y por eso me abstuve de contárselo a nadie y lo hubiese guardado para mí si mi conciencia no me hubiese obligado a venir aquí.
Al inspector le costaba controlarse; se sentía furioso, pero no con el chico sino consigo mismo porque había desdeñado su intuición. Había dilapidado más de una hora de su tiempo oyendo las fantasías de un jovenzuelo irresponsable. A sus años ―pensaba― semejante torpeza debía constituir delito.
―¿O sea que has venido hasta aquí, por pura fantasía? ¿Qué esperas que haga con esto, chaval?
Guardiola desvió la mirada hacia las muletas.
―Te aseguro que me das lástima porque estás jodido, chico, caso contrario te metía un buen rato en chirona para darte un escarmiento. ¡Maldita sea! Venga, muchacho, márchate y acabemos esta historia…
―De acuerdo, señor, me marcho, pero si se comete una injusticia ya no será mi culpa.
Al policía pareció tocarle un rayo. El comentario fue la gota que faltaba.
―Pero… ―dudó buscando las palabras― ¿A ti qué demonios te pasa?
―Nada, no me pasa nada ―el chico parecía a punto de llorar―, vine para que me escuche hasta el final, pero usted ya sacó sus conclusiones; yo debo ser un imbécil o un irresponsable o un demente. No se a qué habrá llegado, pero quiero que sepa que mi recuperación fue lenta y que, ya ve, aún no ha terminado. Sin embargo, mi pesadilla, como usted la llama, sigue siendo tan real que; a pesar de mi estado, en cuanto pude valerme; me obligué a regresar al lugar del accidente y al quiosco del hospital y a la estación y… ¿sabe qué?: hasta que presencié la muerte de la quiosquera casi llegué a considerarme un desequilibrado.
―¿Y qué con eso? Tal vez lo seas.
―Posiblemente, inspector. Seguro que es como usted dice, pero sepa que yo confirmé la versión sobre la familia de la quiosquera y sobre un intento de suicidio que, por cierto, se produjo a la misma hora en que el coche me atropelló a mí. También a ella la trasladaron entonces al Perpetuo Socorro y allí, en intensivos, la dieron por muerta…
La excitación del chico iba en aumento mientras acomodaba las muletas para ponerse de pie. El inspector, ahora más sosegado, le dejaba actuar sin interrumpirle. El rostro del muchacho brillaba de sudor. Parecía impotente, vulnerable. Tal vez por vergüenza, procuraba mantener la mirada apartada del policía. Por fin, logró enderezar el cuerpo y apartar la silla con la muleta.
―Me marcho inspector, gracias y perdone por su tiempo…
El oficial visiblemente conmovido, tuvo intención de ayudarle, pero desistió; hubiera sido como echarle leña al fuego.
El chico se dirigió a la puerta y abrió, pero antes de salir se detuvo con el picaporte en la mano.
―Inspector, una última cosa ―el otro se alertó no sin razón― no quiero marcharme sin contarle lo mas importante; cuando la quiosquera apareció en la estación con su marido y me reconoció, se desprendió bruscamente de su brazo, todo el mundo creyó que él la empujaba, fue para darme un mensaje antes de saltar a las vías.
―¿Un mensaje?
―Sí, vino directo hacia mí y dijo claramente: «Esta vez sí, señor, ese hombrecillo ridículo me dejará seguir el viaje» y saltó. Luego todos se echaron sobre el marido y el resto ya lo conoce. Yo he venido, solamente, para contarle esa frase. Sé que le robé su tiempo así que perdone; ahora sí puede sacar las conclusiones que quiera, yo ya tengo las mías…
Después cerró la puerta con mucho cuidado y se marchó renqueando.
Fin