Te vi sentada en la playa rodeada de caracolas,
sola, desnuda…
A un lado, tu irisado pelo, brillante,
al otro, la mitad de tu cara.
La cabeza rendida,
opacados de arena, tus pezones;
quebrada, tu cintura;
tu sexo,
toda tú, tan blanca.
¿En qué pensabas?
Estabas lejos.
Quise sorprenderte y me acerqué hasta casi tocarte;
me deshice en lágrimas.
Echaste a caminar.
¿Sabías acaso que era yo quien te guiaba?
Llevabas erguido el cuerpo.
Dejabas tras de ti, en la arena, los puntos suspensivos de tus pasos.
Me moría por besar tus pies
pero acepté la limosna de tus huellas.
¿Lo sabías?
El sol te acariciaba, lamía tus hombros y jugaba con tu sombra.
Me comían los celos.
Creo que inconsciente te burlabas de mí.
¡Tanto te amaba!.
Y de pronto, no sé lo que pasó,
apiadada, tal vez,
como una niña feliz fuiste a mi encuentro.
No te esperaba.
¡Loca! ¡Coqueta!
Te acogí apresurado.
De tanta como creí mi suerte
y mi contento
no dude en cobijarte.
Tú, tal vez, sí lo esperabas porque cediste a mis ansias en silencio.
Y acometí tu cuerpo,
y forcé tu boca,
y enterré mi lengua entre tus piernas como una afilada daga
para guiarte, egoísta,
mirándome en el espejo de tus ojos;
¿sorprendidos?
¿ansiosos?
hacia la tenebrosa sima de mis aguas.
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