(Inspirado en el microrelato “Rayito de sol” de Juan Ramón Jimenez).
Detrás del horizonte, para empezar su viaje; mientras la hermosa luna se quita el maquillaje solemne de su faz; el sol se despereza. El cuenco adormecido del firmamento empieza a suavizar el brillo, con singular destreza, de todas las estrellas tan pronto la belleza de los primeras luces le cambian el color. Y en un pequeño cuarto, con el primer albor, un rayo pequeñito de diáfano equipaje, como una mariposa de singular tibieza, se posa en la manita de un niño con amor. El pequeño despierta sin el menor sonido, y tiene ante sus ojos aquel botón florido que mágico se mueve, despacio, y lo acaricia. Entre sus dedos fluye, con sin igual pericia, la gualda lucecita que es toda una delicia, que deslumbra sus ojos y su ansiedad codicia, entonces palmotea jugando con el sol. Después, el cuerpo curva, tal como un caracol, porque la luz prosigue su lento recorrido, escapa de sus manos y otro camino inicia por la espaciosa cuna fuera de su control. El niño la persigue con la mirada atenta, feliz con el prodigio: babea y se contenta al ver su mariposa colgar de un sonajero. En su idioma callado, la reclama primero, luego mueve las piernas, después el cuerpo entero que conmueve la cuna. Vibra el bello lucero que al temblar le provoca nuevamente la risa. Y el pequeño que aprende que al moverse deprisa aquel brillo se mece, muchas veces lo tienta hasta que, inevitable, misterioso y ligero el fulgor con que juega muere en una repisa. Vuelve así la quietud a la boca entreabierta del bebé que no duerme, que con ojos alerta el pretil examina de su inhóspita cuna. Ha perdido en las sombras, sin que razón alguna justifique el prodigio, la preciosa fortuna que llenaba su mundo de esa luz oportuna, juguetona y brillante que le hacía ilusión. Y por fin sin que nadie sepa dar la razón rompe el niño en un llanto que a la madre despierta y en la magia lo envuelve de su voz, y lo acuna, y le seca las lágrimas, y le da un biberón.