El Siroco caliente, de salitre impregnado,
de un navío que avanza con el aire enfrentado,
enardece las jarcias y las velas rebosa.
Nada teme del viento una sombra borrosa
que sumida en la bruma de su historia rumbosa
con la pipa en los labios y la mano nudosa
en su bolsa de cuero, ve la noche de abril.
De su recio equipaje, aferrado a un pretil
cuentan cien cicatrices en idioma callado
una vida galana, pintoresca y brumosa
que ha vivido su dueño misterioso y gentil.
Guarda el bulto en el vientre que una llave acerroja:
veinte piezas de oro y en su vaina la hoja
de un puñal de Toledo con el mango tallado.
Tiene un cofre de alpaca primoroso, lacado;
un mechón de cabellos, con un beso sellado,
y el pañuelo de seda que una dama ha dejado
en el cuarto prohibido de un discreto burdel.
Lleva un fajo de cartas, que en lujoso papel
y palabras ardientes, mil romances deshoja
con mujeres hermosas que por él han pecado,
y ahora guarda reunidas por un simple cordel.
Ya avanzada la noche, gigantesca la luna,
desde el cuenco del cielo, sobre el mar la fortuna
de sus bucles de plata, generosa despliega.
Infinito es el manto del lugar donde juega
con las olas la espuma; donde el aire se pliega
como las caracolas y se enrosca y navega
su bordado de escamas derramado al azar.
Y es tan vasta y brillante la acuarela del mar,
que el destello confunde de una daga moruna
que amparada en las sombras por la espalda doblega
al que en tantos amores se entretiene en pensar.
En tan solo un instante aquel filo revierte
del intrépido amante que transita a la muerte
sin que nadie lo sepa, sin que nadie lo advierta.
Las hazañas galanas dejan ya la cubierta
con el alma aterrada que en las aguas despierta
entre peces de seda y corales, ya muerta
con Nereidas que entonan una triste canción.
Y la bolsa de cuero que quedó en su rincón
sin saber que el destino la ha dejado a su suerte,
con sus cien cicatrices, desgarrada y abierta
en las manos acaba de un vulgar polizón.
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